TÚ ERES MI PADRE Y YO SOY TU HIJO

“Padre mío que estás en el cielo, ¡cuán dulce y suave es saber que tú eres mi Padre y que yo soy tu Hijo!” (de la oración de la Madre Eugenia Ravasio “Dios es mi Padre”).

¡Cuán hondo puede calar en nosotros esta certeza! ¡Cuánta paz verdadera encontrará nuestra alma en estas palabras! ¿No es cierto que en este mundo –aun viniendo de una buena familia y gozando de las mejores condiciones de vida a nivel exterior e interior– sigue faltándonos algo, de hecho, lo esencial?

Así lo ha dispuesto nuestro Padre, porque, como dice San Agustín, “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. También es sensato que sea así, porque ¿quién podría darnos seguridad hasta en la muerte y aun más allá de ella? ¿Quién podría comprendernos hasta lo más profundo? ¿Quién podría perdonar incluso nuestros pecados ocultos? ¡Sólo nuestro Padre Celestial!

Por eso, estas palabras nos dan el fundamento más profundo sobre el que podemos apoyarnos en cada situación: “Tú eres mi Padre y yo soy tu Hijo”. Todo lo que sirve a nuestra salvación está contenido aquí. Podemos entregar confiadamente las riendas de nuestra vida al Padre, con la certeza de que Él conducirá todo hacia la meta que en su amor ha previsto para nosotros.

¿Podría Dios hacer otra cosa si confiamos en Él?

No, no puede, porque nuestra confianza conquista su corazón. Nuestra confianza desata todo su actuar salvífico a nuestro favor. Nuestra confianza filial es irresistible para el Padre.

¿Y qué sucede con nosotros?

Llegamos a casa en nuestra vida y podremos defender esta sana y santa certeza contra todos los poderes de las tinieblas, que quieren atemorizarnos, confundirnos y constantemente sembrar desconfianza.

Todos sus ataques han de fracasar en virtud de esta palabra, pues los poderes del mal no pueden penetrar en el interior de nuestra alma, allí donde tú, Padre, has establecido tu tienda.

Día tras día podemos experimentar tu benévola y sanadora presencia, porque tú eres nuestro Padre y nosotros somos tus hijos.