Mt 16,13-19
En aquel tiempo, al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Ellos respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas.” Él les preguntó: “Pero vosotros ¿quién decís que soy yo?” Simón Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.”
A esto replicó Jesús: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.”
“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.”
Ésta es la profesión de fe decisiva, que aquí pronuncia San Pedro y que se considera como impronta de la verdadera fe. Es precisamente lo que muchos judíos no han reconocido hasta el día de hoy, incluidos aquellos que ayer se unieron en oración para pedir la Venida del Mesías. Algunos de nosotros nos hemos unido a esta oración, pidiéndole al Espíritu Santo que los ilumine para que reconozcan al verdadero Mesías, y no vayan a seguir a un falso Mesías, tal como ha sucedido ya en la historia de los judíos. Tanto el Mesías es uno de ellos según la sangre (cf. Rom 9,5), como también lo es el que pronuncia esta maravillosa profesión de fe.
El Señor menciona aquí cuál es la clave para reconocer su verdadera identidad: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.”
Entonces, es tanto más importante la oración al Espíritu Santo, porque hace falta una iluminación sobrenatural, que procede de Dios mismo. Las personas de aquel entonces sentían que había algo especial en Jesús, y, en su piedad, lo consideraban como “Juan el Bautista; otros, como Elías; otros, como Jeremías o uno de los profetas.” Pero la piedad y el razonamiento humano no bastan para llegar a la conclusión decisiva, que lo cambia todo… Y es bueno que sea así, porque entonces nos queda claro que la fe es un regalo de Dios.
Ciertamente algunos se preguntarán entonces que, si la fe es un regalo, por qué no toda persona lo recibe. La respuesta sería que, efectivamente, la fe es un regalo para cada persona; pero que no está dentro de nuestra comprensión el cuándo quién lo recibe. Lo que sí nos corresponde a nosotros, los que hacemos esta profesión de fe junto a San Pedro, es procurar que, a través de nuestro testimonio de palabra y de vida, las personas sepan de este don inconmensurable que el Padre nos dio al enviar a Su Hijo Unigénito al mundo como Mesías (cf. Jn 3,16). ¿Quién mejor que el Espíritu Santo para dar este testimonio? ¡Él es el Testigo por excelencia!
Pero no sólo son muchos judíos los que aún no reconocen al verdadero Mesías… Son tantos los que aún esperan la Redención, aunque quizá no se den cuenta siquiera o se hayan extraviado en su búsqueda. Todavía no conocen el mayor regalo de Dios, que es el de haberse donado Él mismo a los hombres.
Aquí es donde debe estar Pedro, la roca sobre la cual fue edificada la Iglesia, manteniéndose firme e inquebrantable en esta profesión de fe. En efecto, todas las promesas que el Señor pronuncia a continuación sobre Pedro, tienen como requisito previo la confesión inequívoca del Mesías. Si Pedro tambalearía hacia la izquierda o hacia la derecha, y dejara de testificar al mundo que Jesús es el único Redentor y Mesías, y no se convertiría de aquellos caminos errados, entonces a los poderes del infierno se les abriría un acceso a la Iglesia, y la autoridad que le fue dada por Dios como “roca” se debilitaría o incluso se desvanecería.
¡Que Dios no lo permita!
En este contexto, quisiera citar un pequeño pasaje del “Breve relato del Anticristo” del autor Vladimir Solowjew. Cuando el Anticristo –que en este libro se presenta como Emperador– había atraído a su lado a un gran número de cristianos de las diversas confesiones, quedó un pequeño grupo que resistió. Uno de ellos era un ‘starez’ (así llaman en Rusia a los maestros espirituales). Él le dijo al Emperador (el Anticristo):
“¡Gran Emperador! Para nosotros lo más valioso en el cristianismo es Cristo mismo: Él mismo y todo lo que viene de Él, porque sabemos que en el Verbo encarnado habita toda la plenitud de la Divinidad. Pero también de ti, Soberano, estaríamos dispuestos a recibir cualquier regalo, en cuanto reconozcamos en tu mano generosa las benditas manos de Cristo. Nuestra clara respuesta a tu pregunta sobre qué podrías hacer por nosotros es ésta: confiesa ahora delante de nosotros que Jesucristo es el Hijo de Dios, que se ha hecho carne, que resucitó de entre los muertos y que retornará; confiésalo a Él, y nosotros te recibiremos con amor como verdadero precursor de su Segunda Venida gloriosa.”
Esto no lo hizo el Emperador, y entonces el falso profeta que acompañaba al Anticristo mató al starez. En consecuencia, el Papa Pedro II –así lo llama el autor del libro–, que pertenecía también al grupo de aquellos que no se habían pasado al bando del Emperador, reconoció que este hombre era el Anticristo y pronunció sobre él el “anatema”.
Aquí se muestra un aspecto esencial del ministerio petrino: la profesión de fe pública, confesando al verdadero Redentor de la humanidad, y el rechazo de todos los poderes que pretendan usurpar el sitio de Dios.
Esto es muy necesario hoy en día, y a menudo se echa de menos el lenguaje claro de la Iglesia para señalar y rechazar las tendencias anticristianas. Cuando esto no sucede, los fieles quedan confundidos y les hace falta este elemento tan importante del ministerio petrino.
Gracias a Dios, uno puede acudir al Espíritu Santo, quien es, al fin y al cabo, el primer Testigo del Mesías; Aquél que nos recuerda todo lo que el Señor dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Entonces, uno verá que todavía queda uno que otro en la jerarquía de la Iglesia que no se deja arrastrar por el espíritu del tiempo y sigue diciendo las cosas como son. También los sacerdotes cooperan junto a sus obispos en este servicio de Pedro. A ellos los animo a que asuman su responsabilidad, que anuncien el Evangelio sin temor y que confiesen a Jesús como el Mesías y único Salvador, con todo lo que ello implica. Si muchos obispos, incluso en los más altos círculos de la Iglesia, ya no hablan ni actúan con esta claridad, y siguen un camino distinto, esto no es motivo para hacerlo también así. ¡Por el contrario! Es razón para apoyar tanto más a la Iglesia y al ministerio petrino, porque sin una clara profesión de fe, se echa a perder la misión.