Ap 7,2-4.9-14
Luego vi a otro ángel que subía del Oriente con el sello de Dios vivo. Gritó entonces con voz potente a los cuatro ángeles a quienes se había encomendado causar daño a la tierra y al mar: “No causéis daño ni a la tierra ni mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios.” Pude oír entonces el número de los marcados con el sello: ciento cuarenta y cuatro mil sellados, de todas las tribus de los hijos de Israel.
Después miré y pude ver una muchedumbre inmensa, incontable, que procedía de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Estaban de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con ropas blancas y llevando palmas en sus manos. Entonces se ponen a gritar con fuerte fuerza: “La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero.” Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: “Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.” Uno de los ancianos tomó la palabra y me dijo: “¿Quiénes son y de dónde han venido esos que están vestidos de blanco?” Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabrás.” Me respondió: “Esos son los que llegan de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero.”
En este día, conmemoramos a todos aquellos santos, que a menudo llevaron una vida de santidad escondida, junto con aquellos otros a quienes conocemos por nombre, porque la Iglesia guarda su memoria, de manera que podemos venerarlos como santos.
Es importante recalcar una y otra vez que nosotros, los católicos, rendimos una gran veneración a los santos, y en particular a la Madre de Dios; pero nunca los adoramos. Quizá haya ciertas costumbres en algunos países que no dejan bien en claro esta diferencia para alguien que no esté dentro de la Iglesia, pero todo católico sabe que la adoración le corresponde únicamente a Dios.
La veneración de los santos, incluidos aquellos a quienes no conocemos, tiene un sentido profundo. En este texto del Apocalipsis se hace alusión a aquellos santos que permanecieron fieles al Señor en la gran tribulación, que sufrieron mucho a causa de la fe o incluso padecieron el martirio. ¡Ellos son grandes testigos del Señor y proceden de todas las naciones!
En primera instancia, veneramos en ellos la gloria de Dios, que se hace presente en sus vidas y en su profesión de fe. ¡Glorioso eres Tú, oh Señor, en la vida de Tus santos! En ellos, Dios ha encontrado una tal correspondencia a su amor que llena a la persona de su presencia y la fortalece, hasta el punto de poder entregar su vida en el seguimiento de su Hijo. Pero también veneramos a la persona misma, que, en su libertad, dio esa respuesta al amor de Dios y no le antepuso nada, aun a precio de su propia vida.
Esta consonancia entre la gracia de Dios y la respuesta apropiada de la persona, es la que hace vislumbrar aquella gran luz que emana de los santos. Y esto no se limita sólo al martirio; sino que la luz resplandece dondequiera que la persona responde al amor de Dios y se esfuerza en corresponder totalmente a su Voluntad.
Por eso, con justa razón la Iglesia conmemora también a todos aquellos santos a quienes no conocemos; a todos los que fueron fieles al Señor y le sirvieron con toda entrega, viviendo así su vocación. ¡Ellos son la luz del mundo, según dijo Jesús a sus discípulos (cf. Mt 5,14)!
Si quisiéramos decirlo en lenguaje poético, son ellos las estrellas de un cielo nuevo y una tierra nueva; son las lámparas de aceite, que brillan ante el Señor del cielo y de la tierra… Es a través de ellos que el Señor renovará su Iglesia, porque los santos son el fuego del amor, y en ellos Dios se hace particularmente presente y se da a conocer.
Ahora, estas sencillas reflexiones se dirigen concretamente a nosotros, porque todos los cristianos estamos llamados al camino de la santidad. Podemos permitir que la sangre del Cordero limpie todas nuestras culpas, y que la luz del Espíritu Santo atraviese todas las sombras de nuestra vida.
Precisamente esta Fiesta de Todos los Santos nos recuerda que todos pueden recorrer este camino, cada cual según su propia vocación. Puede que ante muchas personas pase desapercibido; ¡pero no ante Dios! No es solamente el martirio; es decir, la entrega de la propia vida por causa de Cristo, el que resplandece en medio de las tinieblas de este mundo; sino también cada acto de amor en lo escondido, cada negación de sí mismo por amor al Señor, el servicio amoroso al prójimo, el cumplimiento de los deberes de estado en unión con Dios, cada oración ferviente y todo servicio apostólico…
La santidad que estamos llamados a alcanzar no es tan difícil como quizá muchos puedan temer. Puesto que consiste en crecer en el amor de Dios, es un camino que se torna cada vez más fácil. ¡Es el amor el que nos da alas, haciéndonos capaces de realizar también las cosas aparentemente más difíciles!
“Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os proporcionaré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo (…). Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28.30)
Entonces, tomemos sobre nosotros el yugo de Jesús y veámoslo como camino de santidad. El Señor nos sostendrá y en todas las situaciones nos ayudará a crecer en Su amor. Así podremos vivir nuestra vocación como luz del mundo, que testifica la infinita bondad de Dios. “¡Nada es difícil cuando se ama a Dios!” -decía la pequeña venerable Anne de Guigné… ¡Y tiene razón!