“’Todo está consumado.’ E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19,30).
Hoy, junto con el Padre Celestial y todos los fieles, nuestra mirada se posa en la Cruz de la que pendió el amado Hijo. Allí, en la Cruz erigida sobre el Calvario, fue quebrantado el poder del mal por el amor manifiesto de Dios. Es el Padre quien nos concede la verdadera vida a través del sacrificio de su Hijo; una nueva vida, que ya no tiene que esconderse de Dios a causa de sus culpas. “Él mismo cargó nuestros pecados en su cuerpo” (1Pe 2,24), y hemos sido liberados. ¡Hoy es el gran viernes, el viernes santo! Dios, el Bueno, todo lo ha hecho bien (cf. Mc 7,37).
El cargar con los pecados de este mundo y clavarlos en la Cruz fue un camino inimaginablemente difícil para Jesús. Sólo el amor podía recorrerlo: el amor por su Padre y por nosotros, los hombres.
El enviarnos a su Hijo amado para redimirnos y el soportar todo lo que los hombres hicieron con Él fue la muestra de un amor inimaginable del Padre.
El Espíritu Santo, que es el amor entre el Padre y el Hijo, nos revela este inimaginable misterio de amor y nos enseña a comprenderlo.
En este misterio del amor divino en la Cruz, la Madre de nuestro Salvador estuvo involucrada como nadie más. Su amor permaneció firme aun en la Cruz.
En este día, el viernes santo, damos gracias a Dios por su amor y elevamos los ojos hacia la Cruz. Ha quedado erigida para siempre, para hacernos comprender hasta dónde llega el amor de Dios y qué caminos tan dolorosos recorre con tal de salvarnos.
Dios recorrió este camino por nosotros. ¡Podemos levantarnos y vivir! Todo está consumado…