Ef 3,14-21
Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que, en virtud de su gloriosa riqueza, os conceda fortaleza interior mediante la acción de su Espíritu, y haga que Cristo habite por la fe en vuestros corazones. Y que de este modo, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conozcáis el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento. Y que así os llenéis de toda la plenitud de Dios.
A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que nosotros podemos pedir o pensar conforme a nuestra capacidad, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén.
Junto con San Pablo, también nosotros doblamos las rodillas ante el Padre, ante la maravillosa presencia de Jesús en el Sagrario y ante el Espíritu Santo que nos ha sido enviado para permanecer siempre con nosotros. La relación del cristiano con Dios es de carácter sobrenatural. No es meramente una religiosidad natural, que fue depositada por Dios en nuestro corazón al crearnos; sino que, como habíamos escuchado ayer, parte de la Revelación de Dios, que nos llama a la fe y al seguimiento de Cristo. Así, podemos adorar a Dios en Tres Personas; un conocimiento que nos concede nuestra fe cristiana y que es de gran importancia.
Dios quiere compartir con nosotros Su riqueza, y hacernos partícipes de ella. Lo hace de muchas maneras, especialmente a través del Espíritu Santo, que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). La Iglesia nos enseña que el Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo. Y este amor, en el que hemos de estar arraigados y cimentados, acrecienta la fuerza y el poder en nuestro interior.
¡Nuestra fe ha de ser potente! Esto no significa fuerza humana; sino estar firmemente cimentados en la verdad. Debemos conocer nuestra fe, y robustecerla y profundizarla una y otra vez al escuchar la auténtica doctrina. Ésta nos consolida en nuestras convicciones, sobre todo en este tiempo en que también en la Iglesia se han alborotado muchas cosas. La Palabra de Dios es luz en nuestro sendero (cf. Sal 119,105), y en Ella podemos apoyarnos.
La fortaleza es uno de los dones de Dios en nuestro interior, que nos hace dispuestos a profesar nuestra fe, a sobrellevar las desventajas que podamos sufrir por causa del Señor e incluso a entregar nuestra vida. El don de la fortaleza va más allá de la loable virtud de la valentía, y nos ayuda a dar todos los pasos en la entrega a Dios, para corresponder a nuestra vocación. Es Su Espíritu el que obra esto en nosotros, y a este Espíritu podemos invocarlo y vivir en íntima comunión con Él. Él también nos da a comprender más profundamente el amor de Cristo, pues nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26) y nos hace entender el sentido.
Sólo puedo animarles una y otra vez a que entren en un íntimo diálogo con el Espíritu Santo: que hablen con Él, que le pidan abrir nuestros oídos interiores, para comprender Sus indicaciones y percibir Su guía delicada y, a la vez, firme. ¡Él es nuestro Amigo divino y nuestro Maestro! El Señor lo llamó “Paráclito”; es decir, Consolador (cf. Jn 15,26). En efecto, Él nos consuela con Su presencia divina, y, mientras nosotros no nos cerremos, nos indicará siempre el camino a seguir, el próximo paso a dar; nos alentará a ser pacientes y a confiar.
De esta manera, cobran vida dos afirmaciones muy importantes de la lectura de hoy. Por una parte, crece la plenitud de Dios en nosotros. Escuchando y acatando las indicaciones de nuestro “Amigo divino”, Dios podrá llenarnos más y más con Su amor. ¡Y de eso se trata! San Pablo incluso habla de llenarnos de “toda” la plenitud de Dios. Nuestro amor humano y, por tanto, imperfecto y débil, se ve purificado y fortalecido por la presencia del Espíritu Santo. Él incluso nos hace capaces de actuar en el amor divino, que excede por mucho nuestras posibilidades humanas.
Por eso –y aquí viene la segunda afirmación del texto–, Dios puede, a través de Su poder que actúa en nosotros (es decir, a través de Su Espíritu Santo), hacer mucho más de lo que nosotros podríamos pedir e imaginar, porque le hemos confiado a Él la guía de nuestra vida. Así, Dios es glorificado en la Iglesia –cuyos miembros somos nosotros (cf. 1Cor 12,27)– y en Cristo, que es su Cabeza (cf. Col 1,18).