«Te he llamado por tu nombre. Eres mío» (Is 43,1).
Estas palabras de nuestro Padre celestial se dirigen a cada persona que viene a este mundo. Él quiere tener cerca de sí a cada una de ellas. De hecho, nos ha creado a su imagen y semejanza, y sabemos que nuestro Padre no escatima esfuerzos para que los hombres escuchen su llamado y vuelvan con alegría y gratitud a su hogar para vivir para siempre en comunión con Él.
Pero también sabemos que, al haber sido dotados de libertad, los hombres pueden abandonar esta íntima comunión de amor con Dios. En el Antiguo Testamento se relata que hubo quienes cerraron sus oídos y su corazón, y quebrantaron la alianza con Dios. Una y otra vez nos encontramos con esta tragedia: un Padre lleno de amor y, por otro lado, un hijo suyo que le da la espalda. ¡Sigue sucediendo hasta el día de hoy!
En contraste con la infidelidad del hombre, cuyo amor se enfría con facilidad, nuestro Padre responde con el supremo amor de su corazón, para que el hombre finalmente escuche cómo lo llama por su nombre y despierte a su dignidad más profunda de hijo de Dios.
En el Mensaje a la Madre Eugenia, nuestro Padre exclama:
«Aun estando cerca de mí, [los hombres] ignorarán mi presencia. En mi Hijo me maltratarán, a pesar de todo el bien que les hará. En mi Hijo me calumniarán y me crucificarán para matarme. Pero, ¿me detendré por esto? ¡No, mi amor por mis hijos, los hombres, es demasiado grande! No me rendí».
¡Qué dicha es asimilar esta verdad de Dios y sabernos sostenidos por Él! ¡El Señor nunca revocará su promesa! Mientras no nos apartemos deliberadamente de Él y nos obstinemos, podremos atravesar todas las dificultades de la vida de la mano de nuestro Padre celestial, recordando siempre sus palabras.