TARDE, PERO NO DEMASIADO

“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!” (San Agustín).

Después de muchas luchas interiores, San Agustín, movido por la gracia de Dios y sostenido por la oración y el sacrificio de su madre Santa Mónica, supo finalmente responder a la invitación del Padre Celestial.

Entonces descubrió la verdadera belleza; aquella belleza que existe desde siempre y permanece para siempre, que jamás se agota y que será la fuente de inefable alegría para todos los que aman a Dios en la vida eterna.

Quien ha descubierto esta verdadera belleza, entiende bien estas palabras del Mensaje del Padre a la Madre Eugenia:“Yo os mostraré esta fuente [las aguas de la salvación] dándome a conocer tal como soy. Entonces (…), vuestros males serán curados, vuestros miedos se desvanecerán, vuestra alegría será grande y vuestro amor encontrará una seguridad que nunca antes había experimentado.” 

¡Esto fue lo que vivió San Agustín! Fue curado de sus apetencias terrenales, que lo tenían atado y querían impedirle descubrir la verdadera belleza. Así, pudo dejar atrás la vida de confusión y de pecado, porque un amor más grande, el único amor verdadero, el amor del Padre lo venció e iluminó su alma.

En su exclamación “¡Tarde te amé!” resuena su pesar de no haber conocido a Dios antes. En efecto, San Agustín tiene razón: cada día en que no amamos a Dios es de lamentarse. Dichoso el hijo que permanece siempre junto a su padre y no despilfarra su herencia con malas mujeres (cf. Lc 15,13).

A toda persona que vive una verdadera conversión le queda claro esto: ¡Ni un solo día más sin Dios! ¡Ni una hora! ¡Ni un instante!

Sin embargo, el Señor es infinitamente bondadoso. Él da su recompensa incluso al que llega a la última hora del día (cf. Mt 20,1-15). Agustín lo amó tarde, pero no demasiado tarde… ¡Y cuánta bendición ha derramado el Padre sobre la Iglesia a través de la conversión de este santo!

¡Gracias, Padre! ¡Gracias, San Agustín! ¡Gracias, Santa Mónica!