TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS

“…como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12).

Sabemos bien cuán importante es para nuestro Padre que, habiendo experimentado su misericordia una y otra vez, también nosotros seamos misericordiosos con los demás. De hecho, una de las peores actitudes es cuando las personas no quieren perdonar. Cierran su corazón y, con su acusación, siguen ejerciendo un cierto poder sobre aquellos que, en su opinión, han hecho cosas imperdonables.

Ciertamente, para que pueda haber una verdadera reconciliación, es necesario que la persona que ha cometido la ofensa reconozca su error, se arrepienta y pida perdón. Sin embargo, negarse a perdonarle o hacerlo solo parcialmente y seguirle acusando una y otra vez sería una grave falta.

Basta con pensar en nuestro Señor. ¿No está dispuesto a perdonarnos incluso las culpas más graves si se lo pedimos con sinceridad? Si no fuera así, ¿cómo podríamos vivir? ¿Cómo podríamos ser felices? ¿Qué clase de servidumbre se nos impondría? ¿Querríamos ver en esta condición a otras personas?

La petición del Padre Nuestro en su integridad es: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Es decir, nuestra disposición a perdonar está inmersa en la actitud de Dios, que nos sirve de modelo. Así, Él mismo nos muestra cómo perdonar y siempre podemos pedirle la gracia de hacerlo. Gracias a su amor, que se nos manifiesta constantemente, somos capaces de conceder este amor indulgente a otras personas. Esto puede resultar difícil si se ha perpetrado una gran injusticia contra nosotros. Sin embargo, puesto que Dios también perdona las grandes injusticias, también aquí es posible perdonar, o al menos esforzarse sinceramente por hacerlo.

Así, esta petición del Padre Nuestro, que nos exhorta a abrir todo nuestro corazón al perdón, se convierte en una obra de misericordia y en una alabanza a nuestro Padre, pues el perdón de las culpas es indispensable para entrar en el Reino eterno de Dios.