Gen 6,5-8; 7,1-5.10
Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los proyectos de su mente eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé de haber creado al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Así pues, dijo Yahvé: “Voy a exterminar de sobre la faz del suelo al hombre que he creado –desde el hombre hasta los ganados, los reptiles y hasta las aves del cielo–, porque me pesa haberlos hecho.” Pero Noé halló gracia a los ojos de Yahvé.
Yahvé dijo a Noé: “Entra en el arca con toda tu familia, porque tú eres el único justo que he visto en esta generación. De todos los animales puros tomarás para ti siete parejas, macho y hembra. Asimismo de las aves del cielo, siete parejas, machos y hembras, para que sobreviva su casta sobre la faz de toda la tierra. Porque dentro de siete días haré llover sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches, y exterminaré de sobre la faz del suelo todos los seres que hice.” Noé ejecutó todo lo que le había mandado Yahvé.
A la semana, las aguas del diluvio se precipitaron sobre la tierra.
Ayer meditamos sobre el fratricidio, y hoy la lectura nos relata cómo la maldad se difundió entre los hombres, hasta llegar a tal grado que “todos los proyectos de su mente eran puro mal de continuo”.
¿Cómo podemos explicarnos esta expansión del mal?
Cuando el pecado entra en la vida de una persona, comienza a proliferarse. Infecta cada vez más su alma y, si no se convierte, su estado va de mal en peor. Pensemos, por ejemplo, en la maldad que se manifestó en los terribles dictadores del siglo pasado. Su malicia creció hasta el punto de que millones de personas tuvieron que morir a causa de ella.
La maldad no se detiene por sí sola; sino que el pecado crece y engendra la muerte (cf. St 1,15).
Así es como tenemos que imaginarnos la situación descrita en la lectura de hoy, ante la cual Dios tuvo que tomar una medida tan drástica para salvar a su creación. Entendemos así que no se trata de un Dios iracundo, que en su furia quiso destruir todo cuanto había creado; sino que en lo más profundo de su corazón le dolía esta situación.
Sobre todo al leer los textos del Antiguo Testamento, es importante mirar y tratar de comprender el Corazón de Dios, para que no nos hagamos una imagen errónea de Él, como la que quiere pintarnos el Diablo.
Dios quiere que los hombres vivan, y que vivan según el plan originario de Su creación. Pero si los hombres abusan de su libertad y comienzan a destruirse a sí mismos y a otros, entonces Dios interviene en el momento dado, pero dejando siempre abiertas todas las posibilidades para que el hombre se convierta.
Noé halló gracia ante Dios. Fue un hombre justo a Sus ojos. Y Dios le mandó construir un arca para que en el diluvio sobreviviera él junto a una parte de la creación.
La historia del arca que resistió al diluvio es muy popular, y especialmente a los niños les encanta este relato. A lo largo de la historia siempre han aparecido agrupaciones que se consideran a sí mismas como una especie de “arca”, para sobrevivir del diluvio del pecado en su tiempo.
También la Iglesia ha sido frecuentemente comparada con el arca, que sobrevive en medio de las tempestades de este mundo, llevando a los suyos a salvo a la otra orilla. En ese sentido, también se ha interpretado el acontecimiento del diluvio que purifica el mundo como un símbolo del bautismo, que nos limpia del pecado.
Me gustaría ver en aquel único justo, que aquí es prefigurado en Noé, a Jesucristo mismo. Es Él quien carga el pecado de toda la humanidad en la Cruz, purificándonos con Su sangre (cf. 1Jn 1,7). En la relación con Él, somos capaces de sobrevivir en este mundo de pecado, y en caso de ser manchados por él, podemos recibir una y otra vez el perdón de nuestras culpas.
Él es, por así decir, el arca que nos salva y nos da seguridad. Estando con Él tampoco hace falta huir de este mundo, pues podemos vencerlo (cf. Jn 16,33). En vista de que nosotros mismos frecuentemente carecemos de justicia, podemos siempre recurrir a la justicia de nuestro Salvador.
Entonces, Dios nos ha concedido en Jesús y también en la Iglesia un “arca celestial”, que es segura. Ciertamente la Iglesia puede sufrir necesidad y confusión, pero si permanece fiel, entonces Jesús la sostendrá. Acordémonos de los discípulos en la barca sobre el lago de Genesaret, gritando de susto por la tormenta, y de cómo Jesús ordenó al viento que se calmara (cf. Mt 8,23-27).
Un último elemento importante para la meditación de hoy es la promesa que hizo Dios cuando Noé había bajado de la barca y le había ofrecido un sacrificio: “Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón humano son malas desde su niñez, ni volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho. Mientras dure la tierra, sementera y siega, frío y calor, verano e invierno, día y noche, no cesarán.” (Gen 8,21-22)
¡Podemos confiar en esta promesa de Dios!
Por lo demás, estamos llamados a llevar una vida que no cause sufrimiento al Corazón de Dios y que no hiera el tiernísimo amor de nuestro Padre Celestial.