“No es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños” (Mt 18,14).
Jesús pronuncia esta frase en contexto con la parábola de la oveja perdida, por cuya causa está dispuesto a dejar atrás las otras noventa y nueve, para ir en su busca y hallarla.
Con estas palabras, Jesús nos permite echar una mirada profunda en el Corazón de nuestro Padre Celestial. Dios se preocupa por cada persona en particular y no quiere que ninguna se pierda. Aunque la mayor parte de los hombres obedeciera los mandamientos de Dios y estuviera así en el camino seguro que conduce a la vida, Él nunca dejaría de salir en busca de aquellos que están en peligro de precipitarse en el abismo eterno. Hasta su último suspiro, nuestro Padre no dejaría de tocar a su puerta y de ofrecerles la gracia de la conversión, para que vuelvan a casa con Él.
En la meditación diaria de ayer, tematicé brevemente los acontecimientos de Fátima en 1917, cuando Nuestra Señora se apareció a tres niños y les invitó a orar por los pecadores. Incluso les mostró durante unos instantes el infierno y el terrible estado en que se encuentran las almas de los condenados. Esta visión debía mover profundamente a los niños –y a todos los que posteriormente acogieran el mensaje de la Virgen– a orar intensamente por las personas, para que se conviertan y puedan librarse así de la condenación eterna, gozando de Dios por toda la eternidad.
De muchas maneras los fieles somos instados a salir junto con nuestro Padre Celestial en busca de la oveja perdida, tanto a través de nuestro testimonio de vida como, sobre todo, a través de nuestra ferviente oración. En todo caso, es siempre una respuesta al deseo más íntimo de Dios, y así podemos tener la certeza de estar cooperando en su plan de salvación.
En la eternidad, nos encontraremos con aquellos que, gracias a nuestro testimonio y nuestra oración, han encontrado el camino de regreso a casa. Junto con ellos adoraremos para siempre la gloria y la bondad de Dios, y estaremos agradecidos por todo lo que hayamos hecho movidos por el Espíritu Santo. Toda buena obra realizada por la salvación de las almas nos acompañará (cf. Ap 14,13).