«Soy yo quien perdona, soy yo quien llama, soy yo quien perfecciona» (Palabra interior).
En nuestro camino de seguimiento de Cristo, nunca debemos olvidar que no fuimos nosotros quienes lo elegimos, sino que Él nos llamó (cf. Jn 15,16). Esto no solo se aplica a las vocaciones sacerdotales y religiosas, sino a cada persona en particular, como resuena en la maravillosa declaración del Señor a través del profeta Isaías: «Te he llamado por tu nombre. Tú eres mío» (Is 43,1).
Vivimos en la gracia de nuestro Padre en cada instante: día tras día, hora tras hora… Así nos lo hace saber también en el Mensaje a la Madre Eugenia: sin Él, ni siquiera podríamos existir, y mucho menos llevar una vida que sea grata a Dios.
Esta certeza cala hondo cuando la dejamos entrar en nuestro corazón. Entonces, este exclama con gratitud: «¡Así es, y Él todo lo ha hecho bien!».
Nuestro corazón anhelará conocer más profundamente a este Señor que tanto lo colma con su amor.
«¿Quién eres Tú, a quien mi alma ama? ¿Quién eres Tú, que todo me lo perdonas cuando acudo a ti? ¿Quién eres Tú, que me llamas? ¿Quién eres Tú, que todo lo perfeccionas? ¡Padre, quiero conocerte mejor!»
Quizá nos respondería: «Ven a mí con la confianza de un niño. Habla conmigo y aprende a ver con mis ojos, a oír con mis oídos, a amar con mi corazón».
«Pero, ¿cómo?»
«Ven y arrójate en el océano de mi amor; entonces me conocerás mejor. ¡Yo mismo soy ese océano! ¡Mira a mi Hijo! A través de Él, yo mismo vine en medio de vosotros. Él se hizo hombre para que pudierais verme, porque mi amado Hijo dijo: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,6). ¿Ves, hijo mío, que nunca te he abandonado y siempre te he llamado? Yo era la suave voz en tu corazón que te instaba al bien y te advertía cuando emprendías caminos equivocados. Pero, ¿sabes qué? Podemos seguir hablando mañana. Hasta entonces, yo pienso en ti y tú en mí.»
