SOSTENIDOS POR EL AMOR

“Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde,
que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!”
(Sal 126,2).

Al igual que en la meditación de ayer, el Padre nos permite, por medio de este verso del salmo, echar un vistazo en su corazón, que se ocupa siempre de nosotros. Dios no quiere dificultarnos el camino de nuestra vida; sino, al contrario, aliviárnoslo. Hemos de recorrerlo en la sencillez divina.

Es el amor el que hace que la vida se vuelva más fácil, porque nos da alas y nos ayuda a superar todas las situaciones en nuestro camino –no con la pesadez terrenal, no como el “pan de nuestros sudores”– sino movidos por Aquél que llamó todo a la existencia: nuestro Padre Celestial.

¡Este es nuestro secreto! Quien lo comprende y lo vive, recibirá en abundancia de esta fuente y el amor del Padre lo acompañará aun mientras duerme. Aquí también se hace referencia a aquella despreocupación que brota de la relación íntima con el Padre.

La bondad y la misericordia del Padre no dependen de la cantidad de nuestros esfuerzos, sino que se hacen eficaces y tangibles en la medida de nuestra receptividad. En lugar de comer el “pan de nuestros sudores”, ponemos nuestra confianza en la bondad de Dios, y es esta confianza la que suaviza la pesadez de la vida y nos abre los ojos para el constante y amoroso cuidado de Dios. Ningún ámbito de nuestra vida está escondido para el Señor; y, por tanto, podemos dejarnos caer del todo en sus brazos.

Nuestro Padre quiere hacernos entender que debemos vivir en Él, para que la fatiga sea transformada y nos apoyemos en Él y no en la obra de nuestras manos:

“Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (Mt 11,28-30).

También en la vida espiritual experimentamos un proceso similar: nuestra vida de oración, cuando está marcada por la oración vocal y meditativa, es –por así decir– más laboriosa. Pero cuando el Padre nos concede la contemplación; es decir, cuando el Espíritu Santo asume la guía en la oración, entonces se torna muy fácil y pierde aquella pesadez que a menudo se experimenta en las otras formas de oración. Es el influjo directo del amor divino, que ha sido derramado en nuestro corazón y guía nuestro espíritu, haciendo que todo se vuelva más fácil. Así, pregustamos de un anticipo del cielo. Vale aclarar que, por lo general, este estado ya algo transfigurado no suele durar demasiado; pero, eso sí, despierta en nosotros un profundo anhelo por contemplar a Dios cara a cara en la eternidad.