SOPORTARSE A SÍ MISMO

“Uno debe soportar sus propias imperfecciones para llegar a la perfección” (San Francisco de Sales).

Hace parte de la “escuela de la humildad” el aprender a soportar las propias imperfecciones, así como también las ajenas. ¡Cuánto desearíamos ser perfectos ya! De hecho, esa es la meta a la que hemos sido llamados (Mt 5,48). Pero el camino para llegar a esa meta no está exento de dificultades.

Nuestro Padre no nos exime simplemente de los obstáculos de la vida en el camino hacia la perfección. Antes bien, Él se vale de ellos para purificarnos de la arraigada inclinación a la soberbia y para que confiemos más en Él que en nosotros mismos.

Nuestra transformación interior se produce cuando, por una parte, percibimos con dolor nuestras imperfecciones; pero, por otra, aprendemos a soportarlas con paciencia en lugar de luchar enfurecidamente contra ellas.

El primer paso es al menos reconocer y admitir las propias imperfecciones y faltas. ¡Qué fácil nos resulta pasarlas por alto, tal vez considerándonos ya virtuosos sin serlo realmente! Así, caemos en una especie de autoengaño piadoso.

En cambio, el soportar nuestras imperfecciones –que, por cierto, no deben ser las imperfecciones voluntarias– nos hace semejantes al Señor, que soporta pacientemente nuestras faltas. Nuestra soberbia se ve abatida cuando percibimos una y otra vez que nuestros propios esfuerzos no son suficientes y que dependemos sobre todo del Señor y de su paciencia. Esta constatación, a su vez, hace crecer nuestro amor y gratitud hacia Él, y se convierte en la fuente de la que bebemos para tener paciencia con nosotros mismos y con los demás.