Lc 14,25-33
Caminaba Jesús acompañado de mucha gente. Entonces se volvió y les dijo: “Si alguno viene donde mí y no desprecia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. El que no cargue con su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
“¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos y ver si tiene para acabarla? De lo contrario, si resulta que ha puesto los cimientos de la obra y no ha podido terminarla, todos los que lo vean se pondrán a burlarse de él, y dirán: ‘Éste comenzó a edificar y no pudo terminar.’ O ¿qué rey antes de salir contra otro rey, no se sienta a deliberar si con diez mil hombres puede salir al paso del que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía una embajada para negociar condiciones de paz. Pues, de igual manera, cualquier de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.”
El seguimiento del Señor es la repuesta de amor a su llamado. Un obispo me dijo una vez: “Las mejores vocaciones son las de salto mortal.” Se refería a aquellas personas que se dejan tocar por el amor del Señor hasta el punto de dejarlo todo inmediatamente para seguirlo a Él. Éstas son las vocaciones que encontramos entre los apóstoles, quienes abandonaron todo para ir en pos de Jesús (cf. Mt 4,18-22). En ellos no podemos ver una larga etapa de reflexión o premeditación antes de decidirse.
¿Acaso esta inmediatez en la decisión contradice lo que Jesús nos plantea en el evangelio de hoy a través de dos ejemplos en los que sugiere una cuidadosa reflexión para seguirlo?
¡Lo uno no quita lo otro! Debemos cobrar consciencia de lo que significa el seguimiento de Cristo en su sentido más concreto, pero también en su sentido más amplio. Al hablar de su “sentido más concreto” me refiero a las vocaciones religiosas, cuyo estilo de vida corresponde al del Señor. En cambio, el “sentido más amplio” se refiere a todos aquellos que siguen al Señor en otras formas de vida, para los que igualmente cuenta esta palabra del Señor.
En el camino de seguimiento del Señor, que exige amar con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, no puede haber otras cosas que ocupen el mismo o incluso más espacio en nuestro corazón. Por eso, el Señor pone como ejemplo las relaciones humanas más estrechas, que son los lazos familiares, e incluso la propia vida. El llamado del Señor pide una entrega total y la disposición de dejarlo todo atrás por su causa. Esto es, en primera instancia, una cuestión de amor.
De algún modo, esta realidad se ve reflejada en un verdadero amor conyugal. Por causa de este amor, se dejan atrás otras relaciones e incluso la casa paterna (cf. Gen 2,24), para poder vivir en adelante con esta determinada persona. Aparte del amor de Dios, que está por encima de todo, no puede haber absolutamente nada que compita con el amor conyugal. Si aparecen otras cosas que están en concurrencia con este amor, la expresión del amor conyugal quedará herida. En el momento de sellar el matrimonio, el sacerdote pregunta si se está dispuesto a amar al esposo o a la esposa. Quien no quiera hacerlo o tenga objeciones fundamentales, no cumpliría los requisitos necesarios para contraer un matrimonio válido. Una buena preparación prematrimonial debería mostrar con claridad a los futuros esposos la plena dimensión del amor conyugal, de manera que ellos sepan lo que significa el matrimonio en su carácter de entrega, y así su decisión sea firme.
Llegados a este punto, podemos retornar a la palabra del Señor, pues lo mismo sucede con la entrega a Él. Este amor no puede tolerar que otras cosas se pongan al mismo nivel, pues el Señor es un Dios celoso (cf. Ex 20,5). Mientras que la alianza sellada en el matrimonio culmina cuando muere uno de los cónyuges, de modo que se puede contraer una nueva unión conyugal, no sucede así en la relación con Dios. La respuesta a su amor perdura en el tiempo y en la eternidad, y esta exclusividad corresponde a la esencia del amor. Una vez que nos hayamos decidido por Él, amaremos en Dios y a partir de Dios, y así nuestra capacidad de amar se ensancha enormemente.
Esto es lo que se debe tener presente si se quiere seguir indivisamente el llamado de Dios. ¡Por supuesto que Él no espera que desde el inicio nuestro corazón ya esté totalmente inundado de amor y que nuestra naturaleza humana esté plenamente perfeccionada! Tendremos que recorrer un largo camino, pero queremos emprenderlo con nuestra libre voluntad y con pleno consentimiento, del mismo modo como se lo hace en un matrimonio.
Esta entrega también implica estar dispuestos a cargar la cruz. Todo esto está ligado a la relación de amor con Cristo, incluido lo que tengamos que padecer por su causa, cuando vayamos contra la corriente del mundo, cuando nuestro testimonio no sea escuchado e incluso se lo ridiculice… Si volvemos a compararlo con el matrimonio, hemos de tomar en cuenta estas palabras que se pronuncian al sellar la alianza nupcial: se promete fidelidad tanto en los días buenos como en los días malos, tanto en la riqueza como en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, etc. Lo mismo sucede con el Señor: no podemos estar con Él solamente en los días colmados de alegría; sino que también las horas difíciles nos reclaman fidelidad a Jesús.
Si el Señor nos llama, también nos dará la gracia para recorrer este camino. Por eso no debe asustarnos la realidad que el Señor pone frente a nuestros ojos cuando menciona las condiciones para seguirlo. Ciertamente no lo lograríamos con nuestras propias fuerzas, pues nuestra capacidad de amar es muy débil.
Si aplicamos a nuestra vida el ejemplo del rey que calcula la dimensión de su ejército antes de enfrentarse a otro, podemos estar seguros de que en nuestra decisión de seguir al Señor contamos con su gracia. ¡Y ésta es más grande que los ejércitos enemigos que nos amenacen! Pongamos en las manos del Señor nuestra decisión de seguirlo, con toda nuestra voluntad, y pidámosle insistentemente que día tras día podamos crecer en el amor y en la fidelidad. Entonces, junto al Señor, podré enfrentarme en batalla al “otro rey”, a todo aquello que trata de apartarme del gran amor, a todo lo que busca reducir mi entrega a Él, a todo lo que quiere perturbar mi corazón… De este modo, habiendo dejado atrás toda posesión material y espiritual, Jesús será mi única riqueza.