Lc 21,34-36
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuidad que no se emboten vuestros corazones por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo tiempo, para que tengáis fuerza, logréis escapar y podáis manteneros en pie delante del Hijo del hombre.”
En el evangelio de hoy, Jesús nos da la pauta crucial para estar preparados, tanto para el Juicio Final como para los “dolores de parto” que le preceden. Jesús dirige estas palabras a sus discípulos; es decir, a aquellos que ya han decidido seguirlo. Así, nos habla también directamente a nosotros, y a nosotros nos corresponde transmitir a las otras personas lo esencial de estas advertencias de Jesús.
El Señor menciona el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida como elementos que limitan nuestra vigilancia. Ciertamente no se refiere sólo a los excesos en el alcohol; sino a todo un estilo de vida que carece de sobriedad, que se alimenta de falsas expectativas y deseos, de modo que no es capaz de interpretar correctamente los signos de los tiempos. También las ideologías pueden “embriagarnos”, cuando, en lugar de poner nuestra confianza en Dios, la ponemos en personas que no están exentas de error. Uno también carece de sobriedad cuando se deja llevar por las corrientes de la época y por lo que es políticamente correcto. Se puede llegar hasta el punto de que uno termina contagiándose de la ceguera generalizada, de modo que ya no ve las cosas desde la perspectiva de Dios, sino que las interpreta erróneamente.
Pero también descuidamos nuestra vigilancia cuando nos enredamos en las preocupaciones de la vida cotidiana, cuando las realidades terrenales absorben nuestros pensamientos y acciones hasta el punto de que ya no somos capaces de leer los signos de los tiempos. En este contexto, el Señor incluso pone la comparación de un lazo que caerá sobre los habitantes de la tierra: “Cuidad que no se emboten vuestros corazones por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.”
¡Son palabras muy claras! Debemos entender que se nos puede tender un lazo, una trampa, para que –de ser posible– ya no seamos capaces de salir de ella y quedemos envueltos en aquella ceguera que no nos permite estar en vela para el Día del Señor. No es fácil contrarrestar esta ceguera y desenmascarar las trampas en las que muchas personas han caído ya, y desgraciadamente incluso algunos fieles. El remedio para librarse de la ceguera y escapar de las trampas es la vigilancia y la oración. En ningún lado, excepto en el Señor mismo, podremos hallar verdadera seguridad. Todo puede tambalear, y es por eso que el Señor insiste en que es necesario estar siempre vigilantes. Esto es mucho más importante que cualquier especulación o reflexión meramente intelectual. Simplemente debemos cobrar consciencia de que sólo en el Señor está la salvación. Esto es lo que sucede también en el camino de la purificación, en el que quedamos privados de todas nuestras seguridades, hasta que nuestra alma esté enteramente anclada en Dios y unida a Él.
Estamos ahora a las puertas del Tiempo de Adviento y, por tanto, del nuevo año litúrgico. No debemos permitir que la situación difícil del mundo nos prive de la alegría y la ternura ante la Venida de Jesús. ¡No! ¡La Buena Nueva que los ángeles anunciaron a los pastores permanece siempre vigente (cf. Lc 2,10-14)! Este mensaje de salvación debe ser llevado a todos los hombres: en su Hijo, el Padre Celestial nos ha abierto de par en par las puertas de su Corazón, para que a través de Jesús lleguemos a Él y permanezcamos para siempre junto a Él.
Combinemos esta alegría con la vigilancia ante la Segunda Venida de Jesús al Final de los Tiempos. El Día del Señor se acerca, y debemos constatar con sobriedad que “la luz brilló en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron” (Jn 1,5); el Hijo del hombre “vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11).
Una relación tierna y amorosa con el Niño en el pesebre no es contraria a la vigilancia de un “soldado de la luz”, que busca escapar de las trampas de la oscuridad, tal como lo hizo el Señor mismo en el tiempo de su vida terrena (cf. p.ej. Mt 21,23-27). Asimilemos con alegría esta exclamación del profeta Isaías:
“Mira: la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece.” (Is 60,2)
¡Quiera Dios que los hombres reconozcan esta luz! ¡Él es la única y verdadera esperanza!