1 Cor 12,3b-7.12-13
Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por el Espíritu Santo. Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común. Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo –judíos y griegos, esclavos y hombres libres– y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.
El Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia. Él lo ordena todo de acuerdo a la Voluntad de Dios. Así, saca al hombre del caos de su alma y de su espíritu, conduciéndole al perdón en Cristo, y coloca todo según el Espíritu del Señor. Al final de la lectura de hoy leemos que todos, independientemente de su estado u origen, fueron insertados en la Iglesia, embriagados por un mismo Espíritu.
Aquí se nos muestra cuál es la finalidad de la obra del Espíritu: que todos los hombres reciban la Redención en Cristo y sean acogidos como miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia.
Quizá hoy en día se ha perdido de vista esta meta, y se considera que es suficiente con que el hindú sea un buen hindú; que el musulmán sea un buen musulmán; que el judío sea un buen judío… No cabe duda de que es conveniente que cada uno ponga en práctica lo mejor de su propia religión, mientras aún no conozca al Señor. Pero esto no puede hacernos olvidar la meta que persigue el Espíritu Santo, que es la de llevar a todo hombre al conocimiento de Cristo.
Como nos relata la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11), el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles y sobre todos los presentes. Pedro anuncia la Buena Nueva, y las gentes de las más diversas procedencias lo oyen hablar en su propio lenguaje. Sin duda es un milagro obrado por el Espíritu Santo. En este momento de gracia, parece restituirse lo que se perdió por la confusión de lenguas tras la construcción de la torre de Babel (cf. Gen 11,7).
Pero aún más importante fue la señal que se marcó aquel día: el Evangelio ha de ser llevado a todos los pueblos. Esta es la gran obra que realiza el Espíritu Santo en colaboración con los apóstoles y sus sucesores. Para cumplir con esta tarea, la Iglesia fue equipada con todo lo necesario, pues el Espíritu Santo capacita a sus miembros para los más diversos ministerios. Es importante entender que los dones sirven para la edificación de la Iglesia. No son para la persona que los recibe; sino que están al servicio de los demás.
Aquí se revela nuevamente la actitud básica del Espíritu: así como Dios nos sirve, así como el Hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir (Mc 10,45), así también el Espíritu quiere servir e impulsarnos a nosotros a servirnos unos a otros.
Este es también un criterio para distinguir fácilmente el Espíritu de Dios del espíritu del mundo o del espíritu demoníaco. El espíritu del mundo se preocupa sólo por el propio ‘yo’ y por los propios intereses; el espíritu demoníaco lucha por el poder para su propia exaltación; el Espíritu Santo, en cambio, glorifica a Dios y sirve a los hombres.
Al inicio de la lectura de hoy, se nos ofrece otro criterio importante para el discernimiento de los espíritus: “Nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, si no está impulsado por el Espíritu Santo.” Vemos, pues, que la señal de que alguien verdaderamente conoce a Jesús está en que lo llame ‘Señor’ y lo considere como tal. Cualquier otro discurso sobre Jesús que no contenga esta fundamental comprensión, por muy científico que sea, carece de la dimensión sobrenatural, de la iluminación del Espíritu Santo.
En este día de Pentecostés, en que celebramos el maravilloso descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles, os invito a rezar de forma especial por la iluminación de los judíos. Ellos son el primer pueblo elegido; y muchos de ellos siguen esperando al Mesías e implorando su venida. ¡Que el Espíritu Santo les conceda la luz para reconocer a Jesús como el Señor y el Mesías! Que Él ilumine también a los otros pueblos, para que haya un solo rebaño con un solo pastor (cf. Jn 10,16), y se cumpla aquello que hemos leído hoy:
“Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo -judíos y griegos, esclavos y hombres libres- y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.”