Mt 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo: “Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”
La Santísima Trinidad, a la que veneramos y adoramos, está tan cerca y, a la vez, tan lejos.
Está lejos porque la plenitud de su gloria podremos contemplarla recién en la eternidad, cuando veamos a Dios tal como Él es. En esta vida, en cambio, nuestro conocimiento de Dios es borroso, como a través de un espejo (cf. 1Cor 13,12), y dependemos del testimonio de las Sagradas Escrituras. A veces la gloria de Dios viene a nuestro encuentro, por ejemplo, cuando experimentamos una maravillosa liturgia que no ha quedado privada de su trascendencia.
Pero, ¿cómo será cuando podamos ver a Dios cara a cara y adorarlo junto con todos los ángeles y santos? Por ahora, lo hacemos solamente en la fe, pero esta fe es ya una luz tan brillante que nuestros corazones están anhelantes de la plenitud.
Pero Dios no se queda a esa distancia, sino que Él mismo viene a nuestro encuentro. El Señor quiere que percibamos su cercanía ya aquí, en nuestra vida terrenal, para poder morar en medio de nosotros.
Así, la Santísima Trinidad, cuyo misterio jamás podremos agotar teológicamente y cuya profundidad nos deja balbuceando, se nos acerca a tal punto que podemos decir: ¡Dios es un amoroso ‘Tú’! Él no es solamente un Dios lejano e inalcanzable; y tampoco es cualquier ‘Tú’ al que anhelamos. ¡Él es el amantísimo ‘Tú’ por excelencia; un ‘Tú’ que puede llenarnos a tal punto que nada más nos falte; un ‘Tú’ que existe desde siempre y permanece para siempre!
Pero, ¿cómo es posible entenderlo como un ‘Tú’ si ni siquiera lo vemos? Es el amor el que lo hace posible. Dios se nos manifiesta a través de la luz de la fe y nos habla en la Sagrada Escritura. También nos susurra directamente al corazón y, puesto que Dios es Espíritu, no siempre necesita de la mediación de una persona humana; sino que puede hablarnos de las más diversas maneras.
Ahora nos resulta cada vez más clara la imagen de la Santísima Trinidad.
Dios se nos revela como Padre y quiere que nos dirijamos a Él como tal. No es que debamos partir de nuestra experiencia de tener un padre terrenal para aplicársela a Dios. ¡Al contrario! La existencia de nuestro padre humano debería reflejar la paternidad de Dios.
La Segunda Persona de la Divinidad viene a este mundo como hombre. Él nos revela la bondad de nuestro Padre Celestial y redime a la humanidad. Conocemos su nombre: ¡Es Jesucristo! Él nos permite comprender mejor a Dios, haciéndose uno de nosotros. Él camina junto a sus discípulos y vive en medio de ellos. En María, su Madre, nos entrega a la Madre de todos los hombres. En la Cruz nos revela su amor hasta la muerte, y en su Resurrección manifiesta la vida del mundo futuro.
Y la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, se da a conocer particularmente en la Fiesta de Pentecostés, cuando ilumina a los discípulos de Cristo, convirtiéndolos en mensajeros del Reino de Dios, llenos de fuerza y autoridad. Él habita invisible pero realmente en los fieles, y si ellos lo escuchan, caminarán seguros por la senda de la salvación.
¡Verdaderamente es grande e infinito el amor de Dios! Lo mejor que podemos hacer es adorarlo agradecidos y servirle. Así, alcanzaremos nuestra meta como personas y en la eternidad podremos vivir en su gozo sin cesar. ¡Qué maravilloso sería si ya en esta vida terrenal viviésemos en esta realidad y asumiésemos nuestro lugar en la viña del Señor!