Ef 3,2-3a.5-6
Hermanos: Ya habéis oído que Dios me concedió el encargo de administrar su gracia en favor vuestro, pues mediante una revelación se me dio a conocer el misterio, que no fue dado a conocer a los hombres en generaciones pasadas. Ahora, en cambio, ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por medio del Espíritu: que los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa cumplida en Cristo Jesús.
El anuncio de esta nueva revelación –es decir, que todos los pueblos del mundo están llamados a seguir a Cristo– es la misión permanente de la Iglesia. Cuando a San Pablo le fue revelado este misterio, se puso en camino para llevar el Evangelio tanto a los judíos como también a las naciones gentiles. Ahora, siglos después, podemos ver con asombro y gratitud los frutos de su obra.
La misión de la Iglesia de evangelizar a los pueblos gentiles no ha culminado aún, así como tampoco se ha cumplido todavía la promesa de que el Pueblo de Israel reconocerá a su Mesías.
Si en las últimas décadas se ha debilitado cada vez más el dinamismo de la misión, debemos suponer que es porque, a su vez, ha disminuido el fervor que resulta de haber conocido el Evangelio. Muchas veces ya no se reconoce con suficiente profundidad la enorme gracia del Evangelio y la responsabilidad que deriva de haberlo encontrado, para convertirse en un portador activo del mensaje del Señor.
Si el fuego del amor que inflamaba a un San Pablo y a tantos otros misioneros ya no arde con la misma intensidad, ¿cómo podrá reavivárselo para que vuelva a arder con toda su fuerza?
Quizá nosotros mismos notemos que nos hemos adormecido. Tal vez, inconscientemente y sin darnos cuenta, nos hemos adaptado a un catolicismo “políticamente correcto”, por así decir. Posiblemente pensemos que la evangelización de las otras personas no es tan importante y que conviene dejar que cada cual siga su propio camino. Quizá también hemos adoptado el punto de vista de que las otras religiones y estilos de vida son una especie de “camino paralelo” que conduce a la misma meta; que el catolicismo debe crecer solamente por su fuerza de atracción y que el anuncio del Evangelio ya no tiene la misma importancia salvífica que anteriormente se le atribuía. O quizá se piensa que, si las otras personas entran en contacto con el Evangelio, basta con que éste les ayude a vivir mejor su propia religión. En lugar del anuncio concreto del Evangelio y el claro llamamiento a seguir a Cristo, se considera que es más importante ocuparse de los problemas actuales del mundo y que la Iglesia asuma el lugar que le corresponde en el mundo. Nuestras propias concepciones y exigencias a nivel moral, deberíamos armonizarlas con el sentir y el pensar del mundo –se nos dice…
Uno puede fácilmente dejarse llevar por esta corriente, y no percibir ya que el fuego del amor se va extinguiendo cada vez más y que se pierde de vista la evangelización de los pueblos.
¿Será que se puede y se quiere reavivar este fuego?
Fue el fuego del amor el que movió a Jesús a venir al mundo, para salvar a la humanidad. Nunca dejó de arder en Su interior. Si nos dejaríamos inflamar más por este fuego, entenderíamos desde dentro lo que significa para el Señor el ver que este fuego del amor ya no arde realmente (cf. Lc 12,49). ¿Cómo será para Él que, habiendo enviado a Sus discípulos al mundo, éstos consideren que ya no es necesario seguir anunciando Su mensaje? ¿Percibiremos el dolor de Jesús por el hecho de que a menudo las personas sean privadas del gran regalo que Él quiere darles?
¿Y qué significará para nuestro Padre Celestial que las personas lo ignoren o lo rechacen, y no poder darles todas las riquezas que les tiene preparadas? ¿No será ésta una ofensa a Su amor?
Y al Espíritu Santo, nuestro Amigo divino, que con tanto amor y perseverancia nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (Jn 14,26), ¿no lo entristeceremos acaso si ya no prestamos atención a lo que nos hace ver?
¿Y la Madre del Señor? ¿No dijo ella: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5)? ¿Acaso tiene ella otro deseo que el de que todos los hombres escuchen a su Hijo?
Renovemos nuestro frío corazón en el amor ardiente, que es el Señor mismo. Ofrezcámosle una y otra vez este corazón, para que vuelva a encenderse y las naciones reciban el mensaje del sobrecogedor amor que Dios nos tiene a los hombres. En este día en que los cristianos ortodoxos celebran la vigilia de Navidad y nosotros, los católicos, la Epifanía del Señor, hagámoslo de nuevo. ¡No perdamos más tiempo! El Señor nos lo recompensará.
NOTA: Recientemente publiqué en mi canal “Elijerusalem” un pequeño mensaje para el inicio del año 2022: