1Tes 5,1-6.9-11
Hermanos: En lo que se refiere al tiempo y al momento, no tenéis necesidad de que os escriba. Vosotros mismos sabéis perfectamente que el Día del Señor ha de venir como un ladrón en la noche. Cuando la gente diga “todo es paz y seguridad”, entonces mismo, de repente, vendrá sobre ellos la ruina, como los dolores de parto a la que está encinta. Y no escaparán.
Pero vosotros, hermanos, no viváis en la oscuridad, para que ese día no os sorprenda como ladrón, pues todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. Así pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios. Dios no nos ha destinado para la ira, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, para que, velando o durmiendo, vivamos junto con él. Por esto, confortaos mutuamente y daos buen ejemplo los unos a los otros, como ya lo hacéis.
El tema de la Segunda Venida de Cristo y de nuestra disposición para salir a Su encuentro ha de acompañarnos durante toda nuestra vida. Sería de mucho provecho que tuviésemos una sana enseñanza respecto al Retorno del Señor, que, por un lado, mantenga en pie nuestra vigilancia y la fomente; y, por el otro lado, no nos lleve a inútiles especulaciones, que lamentablemente suelen crearse alrededor de este tema.
El Señor exhorta a los Suyos a vivir en sobriedad y vigilancia, de modo que estén preparados para su Gran Día (cf. Lc 12,35); pues de lo contrario, si se quedan dormidos igual que el resto de la humanidad, les cogerá de sorpresa y no estarán preparados (v. 35-46).
El adormecimiento significa no reconocer las señales de los tiempos. Uno cree vivir en paz y seguridad; pero ignora lo que en realidad está sucediendo. En este estado adormecido, se confunde aquella falsa paz que el mundo da con la paz que sólo procede de Dios. Mencionaré como ejemplo una situación que me preocupa desde hace muchos años: ¿Acaso puede haber verdadera paz en el mundo mientras no esté asegurado el derecho a vivir de los niños no nacidos? ¿Puede hablarse de paz cuando se los mata por millones? Quien se plantee seriamente estos cuestionamientos, llegará a la conclusión de que en estas condiciones es imposible hablar de verdadera paz, pues la paz no puede contar solamente para aquellos que ya ven la luz del mundo, sino que debe ser para todos.
Si pensamos en los tiempos del Anticristo, que, conforme a lo predicho, precederá a la Segunda Venida de Cristo, entonces podemos imaginar, basándonos en serias profecías y autores, que será un tiempo en el que aparentemente se habrán resuelto muchos problemas de la humanidad. Pero en realidad el Anticristo solamente buscará erigir una dictadura política y espiritual sobre la humanidad, y querrá apartar a los hombres de Dios y, en consecuencia, también de su destino eterno.
El hombre en ‘estado vigilante’, en cambio, sabe discernir los espíritus, reconociendo qué es lo que procede de Dios y qué es lo que viene de otras fuerzas. Evidentemente para ello no se puede vivir en la oscuridad del pecado y de la confusión; sino que hemos de estar día a día enfocados en Dios y vivir en una profunda amistad con Él. Puesto que los seres humanos somos reñidos y la oscuridad quiere apoderarse de nosotros, es necesario que vivamos en constante vigilancia.
Es muy fácil que nos descuidemos en nuestra vida espiritual, comprometiéndonos en demasiadas actividades y olvidándonos de nuestra renovación interior.
¡No podemos dejarnos engañar! Nuestras inclinaciones humanas tienden a lo superficial, y, a causa del pecado original, estamos inclinados al mal, como nos lo enseña la doctrina de la Iglesia. A esto viene a añadirse el hecho de que “el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1Pe 5,8).
La vida espiritual requiere de la disciplina exterior así como de la vigilancia interior sobre nuestros pensamientos, palabras, sentimientos, etc. ¡No podemos fiarnos de nuestra naturaleza humana! Más bien, hemos de escuchar al Espíritu de Dios y dejarnos formar por Él.
Si tenemos esta sobriedad, estaremos armados y podremos poner toda nuestra esperanza en el Señor. Venga lo que venga, no nos caerá de sorpresa, porque la constante vigilancia nos mantiene preparados para todo, incluida nuestra muerte.
Con esta certeza podemos también consolar y advertir a los demás. Es importante cobrar consciencia de que somos los “guardianes de nuestro hermano” (cf. Gn 4,9), para que no dejemos de apoyarnos mutuamente en el camino del Señor. Si notamos que un hermano nuestro no está viviendo sobriamente, pidamos al Señor que nos muestre el modo apropiado de advertirle. Si alguien está cayendo en dudas, fortalezcámosle en la fe.
Así, a pesar de los peligros que nos rodean, podremos caminar con seguridad en las sendas del Señor, sabiendo que Él vela sobre nuestra vida.