Mt 23,27-32
En aquel tiempo, habló Jesús diciendo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así sois también vosotros, que por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de maldad. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos, y decís: ‘Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros padres, no habríamos participado con ellos en el asesinato de los profetas’! Diciendo eso atestiguáis contra vosotros mismos, pues confirmáis que sois hijos de los que mataron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!”
Es evidente que el Señor tiene una profunda aversión a la hipocresía. Dar una imagen de sí mismo que no corresponde a la realidad y que uno ni siquiera se esfuerza por alcanzar, genera una situación artificial. Se engaña a las otras personas y también a uno mismo, pues con el tiempo se terminará creyendo aquella falsa imagen en la que se vive.
La hipocresía es particularmente perversa cuando se trata de una persona religiosa o, peor aún, de una autoridad religiosa. De hecho, este es el caso que Jesús señala en el evangelio de hoy, cuando habla con severidad a los guías del pueblo. Las palabras del Señor señalan que, de hecho, aquellas personas están muertas espiritualmente, aunque oculten su podredumbre interior. A causa de la gravedad de su estado, podría decirse que los escribas y fariseos ya habían perdido la legitimación para ejercer su autoridad.
Podríamos cuestionarnos cómo se llega a un estado tal…
Si recorremos la historia de la Iglesia, constataremos que hubo épocas en que, por ejemplo, parte del clero llevaba una vida que no correspondía en absoluto a la dignidad de su vocación. No me refiero a que hayan cometido ciertos pecados y faltas morales a causa de su debilidad; sino a que vivían en un permanente estado que contradecía a la grandeza del encargo recibido por Dios, y evadían el llamado a la conversión.
Entonces, ¿cómo puede llegarse a una situación así? Vale aclarar que no estamos hablando de “sacerdotes infiltrados”, que hubiesen penetrado en la Iglesia como lobos disfrazados con el fin de destruirla; sino que nos referimos a aquellos que se decidieron por esta vocación porque se sentían llamados por Dios.
Resulta que el amor puede enfriarse cuando no se lo cultiva. Día a día, a través de su respuesta, el sacerdote ha de profundizar la relación de amor con Dios, quien lo llamó a una cercanía especial en este ministerio. Es lo mismo que sucede en una buena relación de esposos.
En el camino espiritual, el amor se cultiva a través de la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la conversión interior con un sincero conocimiento de sí mismo; a través de una adecuada ascesis y el trato correcto con las personas y con el mundo… En el caso de los sacerdotes, viene a añadirse la celebración digna de los sacramentos.
Si no se profundiza el amor, entonces las muchas tentaciones a las que están expuestos los sacerdotes podrán encontrar acceso con más facilidad y oscurecer su vida interior.
En los países donde todavía se practica la fe, los sacerdotes gozan de un reconocimiento especial entre la población. Se los suele respetar y confiar en ellos, y se les concede un trato similar al que habrán recibido las autoridades religiosas en Israel en tiempos de Jesús. Si uno no está vigilante, esta ‘posición de honor’ –que en realidad se debe al ministerio que representa– puede uno tomarlo personalmente, y así el reconocimiento puede convertirse en una trampa.
Pongamos un sencillo ejemplo para comprender lo dicho. Imaginemos que un joven sacerdote asume una parroquia que desde hacía tiempo no tenía su propio párroco. Este sacerdote trae consigo el impulso del primer amor y la fuerza de lo novedoso. Con facilidad se gana los corazones y todos se sienten a gusto a su alrededor. Así, empiezan a admirarlo, y él se siente motivado por esta admiración.
Pero, por desgracia, este joven sacerdote no está lo suficientemente formado a nivel espiritual. Por eso no se da cuenta de que su vanidad está siendo alimentada. Si bien al principio tenía aún una cierta distancia frente a las alabanzas que recibía, con el paso del tiempo empieza a buscarlas. Así, la aprobación de los demás se convierte en la medida para él; mientras que el anuncio del evangelio, con todo el reto que éste implica, pasa a un segundo plano. Sus predicaciones se enfocan más y más en aquello que sabe que a la gente agrada escuchar, mientras que evita cuidadosamente aquellos elementos que podrían causar controversia, como por ejemplo el llamado a la conversión.
Puesto que la alabanza y la admiración humanas parecen sostener su actividad, empieza a descuidar su vida de oración. Ocupado en diversas tareas, ya no reza regularmente el breviario. Así, se va acostumbrando al descuido de la oración y finalmente la deja casi por completo. Como consecuencia de ello, le hace falta aquella renovación que se experimenta gracias a la oración, aparte de que, como sacerdote, se ha comprometido al rezo del breviario.
En lugar de profundizar la relación con Dios, cultiva intensamente las relaciones humanas. Con el tiempo, tampoco conserva la distancia necesaria frente a las mujeres, y así su corazón se vuelca más y más hacia las personas. Pero descuida el amor más importante: el amor a Dios.
Si no se detiene este proceso de descenso, este sacerdote se moverá cada vez más en una “doble vida” y caerá en una creciente hipocresía.
Lo que hemos dicho aquí con respecto a una vocación sacerdotal, se aplica también a nivel general. ¡Nunca podemos descuidar el camino espiritual!
Pero valga la siguiente aclaración, sobre todo para las almas escrupulosas: No es hipocresía si, por ejemplo, uno se siente frío en la oración; si uno aún no ama como debería amar; si, a causa de su debilidad, se queda corto frente a lo que se había propuesto… Ante esto no debemos dejarnos confundir, porque ese vacío interior que a veces sufrimos en el camino no necesariamente es un signo de hipocresía. Tampoco es ser hipócritas si tratamos de ser amables con una persona, a pesar de que no nos agrade y pueda resultarnos un poco extraña la situación.
La hipocresía entra en juego cuando nos disfrazamos conscientemente y no hacemos ningún esfuerzo por vivir conforme a la vocación que Dios nos ha dado; cuando llevamos una doble vida; cuando abusamos de nuestra posición para buscar nuestro propio interés, mientras que nos mostramos como si estuviésemos ejerciéndola adecuadamente, etc.
¡Que el Señor nos preserve de descuidarnos en nuestros esfuerzos por seguirle, para que no caigamos en el autoengaño y empecemos a llevar una vida que incluso podría terminar en hipocresía!