1Jn 3,22-24
Cuanto pedimos lo recibimos de Dios, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros según el mandamiento que nos dio. Quien guarda sus mandamientos mora en Dios y Dios en él; y en esto conocemos que mora en nosotros: en que nos ha dado el Espíritu.
Al inicio del año, en la meditación del 2 de enero, había dicho que en este año podría suceder una “separación de los espíritus”. En la lectura de hoy, se habla sobre el “discernimiento de los espíritus”, que precede a la separación de los espíritus, sobre la que volveremos más tarde… En las cartas de San Juan, estamos en buenas manos en lo que respecta al discernimiento de los espíritus, porque sus palabras no dejan lugar para ambivalencias. La claridad hace parte del discernimiento de los espíritus, pues a partir de ella se pueden sacar las respectivas conclusiones.
Ya la primera afirmación del texto de hoy nos señala un camino claro, que para nosotros, los cristianos, es -o al menos debería ser- lo más natural: Sólo quien guarde los mandamientos de Dios, puede estar seguro de que el Espíritu Santo podrá desplegar en él su eficacia y Dios podrá poner en él su morada. Mientras que una persona no guarde los mandamientos divinos y no ponga todo su esfuerzo en vivir conforme a ellos, permanecerá en tinieblas en cuanto al conocimiento de Dios: el Espíritu Santo no podrá penetrar en él; sino que tendrá que luchar, en primera instancia, por llevarlo a la conversión.
Quizá tendemos a olvidar esta realidad, cuando estamos acostumbrados a un entorno en el que ya no se toma en cuenta el carácter vinculante de los mandamientos de Dios para cada persona. Un verdadero conocimiento va más allá de un simple enumerar los mandamientos, o de saber algo sobre los contenidos bíblicos. ¡También el Diablo conoce los mandamientos de Dios! Sin embargo, su verdadero conocimiento significa amarlos y querer guardarlos. “El que me ama, guardará mis mandamientos” -nos dice el Señor (Jn 14,21).
El espíritu que mora en nosotros es el que nos invita a comprender cada vez más profundamente los mandamientos de Dios y a vivirlos cada vez mejor. Este espíritu no se contentaría con que los guardásemos de mala gana. Él quiere hacernos entender la bondad de los mandamientos, y quiere llevarnos a creer en Jesús y a amarnos unos a otros conforme a Su nuevo mandamiento.
Pero, ¿qué es lo que nos pide el Espíritu de Dios cuando sabemos que otras personas no guardan los mandamientos de Dios? Hoy en día, incluso en la Iglesia, se está proliferando una actitud de no atreverse siquiera a constatarlo, por temor a que se podría estar “juzgando” a la persona al decir que está atentando contra los mandamientos.
Sin embargo, el saber y constatar una objetiva infracción contra los mandamientos de Dios, no es, de ningún modo, un juicio; sino que es percatarse de la realidad, lo cual es necesario.
Si el Espíritu de Dios en nosotros nos empuja al cumplimiento de los mandamientos, es imposible que se muestre indiferente cuando otra persona atenta contra ellos… Si resulta que en nuestra Iglesia se difunde un espíritu que no se atreve a llamar al pecado por su nombre, entonces no es el Espíritu de Dios el que está obrando en este punto; sino otro espíritu. Esto es lo que nos enseña el discernimiento de los espíritus, y esta conclusión tiene sus consecuencias.
Porque si nos dejamos llevar por ese otro espíritu, no solamente nos confundiremos más y más; sino que ya no asumiremos responsabilidad en la oración por los pecadores: no pediremos por su conversión ni ofreceremos ya sacrificios en esa intención; por el simple hecho de que ya no identificaremos al pecado como tal.
Pongamos un ejemplo concreto: la Iglesia, hasta ahora, siempre nos ha enseñado que las relaciones sexuales antes del matrimonio son pecaminosas. Hoy, en ciertos círculos católicos, ya no se las considera pecado, por lo que se reducirá más y más la exhortación a recibir la comunión únicamente después de haber recibido el perdón de este pecado en el sacramento de la confesión.
En estos ejemplos, podemos encontrarnos ya con aquel espíritu del Anticristo del que habla la Carta de san Juan, porque es él quien pretende relativizar y justificar el pecado, y, al fin y al cabo, acabar presentándolo como si se tratase de una buena obra. Veamos, por ejemplo, que se habla del aborto -nada más y nada menos que el asesinato de un niño- como si fuese una libre decisión de la mujer.
En la meditación de mañana, retomaremos este tema, con algunos aspectos más sobre el discernimiento de los espíritus.