“Si supierais cuánto amo a mis discípulos y cuán dispuesto estoy a desvelarles todos los tesoros de la gracia, estaríais siempre despiertos, atentos a escuchar la voz de vuestro corazón para encontraros conmigo” (Palabra interior).
Una vez que nuestro corazón haya sido herido por el amor del Señor, percibirá cuán inmenso es este amor y anhelará recibir todo aquello que sea muestra de este amor. ¿Qué más podría buscar fuera de él?
En efecto, se trata de ese amor por el cual se es capaz de dejar todo atrás (cf. Mt 13,44-46). El alma nota cada vez más el deseo del Padre de confiarnos lo más íntimo de su ser.
Pero, ¿qué debemos hacer para reconocer mejor cuánto nos ama el Señor y para que despierte cada vez más en nosotros el deseo de corresponderle con amor esponsal?
- Meditemos los dones del Señor.
- Dialoguemos íntimamente con Él.
- Confiémosle todo, incluidas las sombras de nuestra alma.
- Recibamos la Santa Comunión, el sacramento de su amor.
- Luchemos por la santidad.
- Prestemos oído a la voz del Espíritu Santo.
- Acudamos al Santísimo Sacramento del Altar, para dejarnos bendecir por la presencia eucarística del Señor.
Pero, sobre todo, pidámosle a Él que ahuyente nuestra indiferencia y embotamiento, pues su amor está siempre ahí, queriendo entregársenos. Somos nosotros los que aún no lo acogemos a profundidad, los que no lo reconocemos bien, los que no percibimos y tan fácilmente desoímos las numerosas invitaciones del Señor.
Si tan sólo supierais… Nos queda simplemente presentarnos ante nuestro Padre y decirle: “Venimos a ti con nuestros ojos cerrados y nuestros oídos tapados. Tú hiciste ver a los ciegos y oír a los sordos, y transformaste los corazones de piedra en corazones de carne. Obra en nosotros todos estos prodigios, para que sepamos cuánto amas a tus discípulos y podamos corresponder a tu amor.”