“Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Sal 127,1b).
Todos nuestros esfuerzos humanos tienen siempre un límite, que el Padre mismo, en su sabiduría, ha fijado. Nosotros, los hombres, fácilmente nos ensalzamos y olvidamos de quién procedemos, hacia dónde vamos y quién es el que nos ha dado todo cuanto tenemos.
Sabio y prudente es aquel que no pasa por alto esta realidad y actúa en ella.
Ya sea a nivel personal, familiar o estatal, se aplica la misma realidad: a pesar de todos los esfuerzos, nadie puede garantizar su propia protección. Lo que hoy nos parece seguro, ya mañana podrá haber sido destruido.
De esta manera, el Señor quiere hacernos saber que sólo podremos gozar de verdadera seguridad y protección cuando dejamos que sea Él quien guarde nuestra ciudad. Una vez teniéndolo en claro, ciertamente no se excluye que tomemos también las precauciones humanas.
Nuestro Padre nos recuerda la jerarquía de las cosas. El centinela no puede proteger la ciudad sin la ayuda de Dios. Si se duerme, el enemigo podrá vencerlo. Si el enemigo es más astuto que él, podrá engañarlo.
Por tanto, hemos de poner en práctica la exhortación de no emprender nada sin la ayuda de nuestro Padre. En todo lo que hagamos, debemos pedir su bendición y protección. Ya en la mañana, al despertar, constatamos su amorosa y solícita presencia, que nos protegió durante la noche. Nuestro Padre Celestial nos la asegura y podemos contar firmemente con ella.
Así, el Señor “guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre” (Sal 121,8); Él vela sobre todos nuestros caminos, especialmente sobre el que nos conduce a Él en la eternidad.
Cuando el día llega a su término, exclamamos en el cántico evangélico de las completas: “Sálvanos, Señor, despiertos, protégenos mientras dormimos, para que velemos con Cristo y descansemos en paz.”