1Pe 1,10-16
Hermanos: Sobre esta salvación investigaron e indagaron los profetas, que anunciaron la gracia que os estaba destinada. Procuraron descubrir a qué tiempo y a qué circunstancias se refería el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos, cuando les predecía los sufrimientos, destinados a Cristo y las glorias que le seguirían. Les fue revelado que no administraban en beneficio propio, sino en favor vuestro, este mensaje que ahora os anuncian quienes os predican el Evangelio mediante el Espíritu Santo enviado desde el cielo, un mensaje que los ángeles ansían contemplar. Por lo tanto, ceñíos los lomos de vuestro espíritu y sed sobrios; poned toda vuestra esperanza en la gracia que se os procurará mediante la Revelación de Jesucristo.
Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo en que erais ignorantes. Al contrario, que vuestra conducta sea santa en todo momento, como santo es el que os ha llamado. Pues así está escrito: Seréis santos, porque santo soy yo.
¡Si tan sólo supiéramos la enorme gracia que nos ha sido concedida en la fe en Jesucristo! No querríamos perder ni un minuto para servirle de todo corazón y aprovecharíamos bien el tiempo presente, como San Pablo sugiere con insistencia (cf. Ef 5,16).
En la lectura de hoy, el Apóstol Pedro se empeña en hacernos ver la magnitud del regalo de la fe. Los cristianos conocen aquello que los profetas investigaron, con lo cual sirvieron a los que vendrían después de ellos. Pero ellos mismos, los profetas, no recibieron la plenitud de la Revelación. Fue con el descenso del Espíritu Santo y la predicación de los apóstoles que la luz del evangelio llegó a las gentes, y en esta luz se esclarecen y llegan a su plenitud las profecías y los sucesos del pasado. En este contexto, el Apóstol pronuncia una frase sobrecogedora: el Evangelio es “un mensaje que los ángeles ansían contemplar.”
¡Esta frase hay que interiorizarla! Los mismos ángeles, los mensajeros de Dios, que contemplan sin cesar su Rostro, anhelan ver el misterio de este anuncio y quedan estupefactos ante la sabiduría de Dios y lo adoran…
Lo que sigue a continuación en la lectura son las consecuencias lógicas que se derivan de la magnitud de este regalo de Dios. En efecto, debemos sacar las conclusiones respectivas para nuestra vida. ¡No hay tiempo que perder! Quien haya conocido el mensaje del Evangelio, jamás debe volver al letargo de la ignorancia, cuando nos dejábamos llevar por nuestras pasiones y aún no había despuntado esta resplandeciente luz. Cuando una persona es iluminada por el Evangelio, se produce un giro en su vida. Ahora, ha de ceñirse y ser sobrio, como dice San Pedro. A partir de ese momento, toda su vida está sometida a las exigencias del Evangelio, por ser partícipe de un conocimiento que aun los mismos ángeles ansían contemplar.
¿Qué quiere decir ceñirse y ser sobrios? Significa vivir en un estado de suma vigilancia. Una vez que hayamos reconocido, o al menos empezado a reconocer, la grandeza de lo que Dios nos ha concedido en su Hijo, todo nuestro corazón ha de centrarse en Él. La Palabra del Señor ha de convertirse en la medida y el criterio de nuestra vida. Hemos de tener el oído de un discípulo y escuchar atentamente lo que Dios quiere de nosotros, lo que Él ha preparado para nuestra vida. Ya no se trata de realizar nuestros propios sueños y deseos; sino de cumplir su Voluntad.
Podemos compararlo con una novia enamorada: Una vez que ha reconocido al indicado, sólo quiere pertenecerle a él. Lo espera, ansía verlo, piensa en él. Escucha atentamente si acaso está llegando, oye lo que dice, se fija en su forma de tratarla…
Todo esto sucede también cuando encontramos al Señor; cuando, con sobriedad, ponemos toda nuestra esperanza en su gracia. Ser sobrios significa que todo lo esperamos de Él, y no de nosotros mismos.
Todo esto se aplica a cada persona que quiera ser un “guerrero del Cordero”: aguarda las indicaciones de su amado Señor y procura estar presto a seguir su llamado a toda hora y en cualquier circunstancia.