«Servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con aclamaciones» (Sal 99,2).
La alegría es un fruto del Espíritu Santo que nos enseña a hacer gustosamente todo lo que corresponde a la voluntad de nuestro Padre. Le servimos con alegría porque no hay nada más maravilloso que vivir conforme a su voluntad. Esta alegría está presente en lo más profundo del corazón y no necesariamente coincide con los sentimientos que van y vienen. Está relacionada con una paz interior que solo Dios puede darnos. En ocasiones, la alegría puede estallar en un júbilo desbordante que arrebata todos nuestros sentidos y nos impulsa a aclamar al Señor. El punto de partida sigue siendo el Espíritu Santo, que no permitiría que sirviéramos al Padre de mala gana.
Sin duda, no siempre es fácil conservar la alegría. A veces, puede que no se refleje visiblemente en nuestro servicio. Pero es precisamente entonces cuando nuestros actos de amor se vuelven más valiosos. Dejamos atrás nuestro malestar, el cansancio, la pereza y todo aquello que quiere impedirnos cumplir la voluntad de Dios gustosa, total e inmediatamente. Son estas pequeñas negaciones de nosotros mismos por causa del Señor —que subjetivamente pueden parecernos grandes— las que se convierten en una fuente de alegría, porque nuevamente es el Espíritu Santo quien nos mueve a realizarlas. Si le escuchamos, Él nunca permitirá que neguemos nuestro servicio al Padre, quien nos alegrará con su presencia.
