Jn 15,1-18
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Él corta todo sarmiento que en mí no da fruto, y limpia todo el que da fruto para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he dicho. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, tampoco vosotros podréis si no permanecéis en mí.
“Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él dará mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. Si alguno no permanece en mí, es cortado y se seca, lo mismo que los sarmientos; luego los recogen y los echan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.”
Nuestra gran vocación es permanecer en el Señor y dar fruto. Por ello, es importante que crezcamos día a día en la fe, en la esperanza y en el amor.
Jesús nos asegura que hemos sido purificados por haber acogido su palabra. Ahora esta palabra divina ha de impregnarnos con su verdad, su pureza y su belleza, para que demos fruto. Para explicárnoslo, el Señor usa la comparación de la vid y los sarmientos, que nos representan a nosotros.
En la enseñanza espiritual se conoce el concepto de la purificación como requisito indispensable para poder crecer. A su vez, para que tenga lugar este proceso, es necesario que luchemos por la santificación de nuestra vida. ¿Realmente queremos estar tan cerca del Señor cuanto sea posible? ¿Queremos dar fruto al ciento por uno, de ser posible (cf. Mt 13,23)? ¿Queremos convertirnos en hombres nuevos, moldeados a imagen de Dios?
El gran filósofo Dietrich von Hildebrand dedica el primer capítulo de su libro “Nuestra transformación en Cristo” a la disposición de cambio que debemos tener. Describe cuán necesario es que nos transformemos o, mejor aún, que nos dejemos transformar por Dios. Si no existe en nosotros el deseo de asemejarnos cada vez más al Señor, no seremos capaces o nos resultará muy difícil aceptar las purificaciones que son necesarias para que eso suceda.
En realidad, aunque no lo percibamos así, precisamente las purificaciones son una gran prueba del amor que Dios nos tiene, pues muestran que nos toma en serio y que quiere guiarnos hacia la perfección. A los niños solamente puede darles alimentos blandos; pero a quienes realmente quieren seguirlo puede saciarlos con alimento sólido (1Cor 3,2).
Entonces, ¿en qué consiste la purificación de nuestra alma y de nuestro corazón?
Si no somos totalmente ciegos frente a nosotros mismos, podremos darnos cuenta de nuestros egoísmos. El egoísmo es un amor orientado hacia uno mismo: la voluntad se preocupa en primera instancia por la propia persona. Por la gracia de Dios, podremos reconocer cada vez más claramente que existen en nosotros muchas actitudes egocéntricas bastante arraigadas, que son contrarias a las exhortaciones del evangelio. Ahora bien, no es tan fácil deshacernos de estos egoísmos y empezar a tener en vista la Voluntad de Dios y el bien de los demás a la hora de actuar.
Además de la decisión de nuestra voluntad, necesitamos sobre todo la oración, para querer y hacer lo correcto y justo a los ojos de Dios. Él nos asistirá, y, en Él, aprenderemos a ampliar nuestra perspectiva y a obrar según su Voluntad. Quien verdaderamente lo quiera, encontrará cada día las oportunidades para entrenarse en ello. Cada pequeña negación de sí mismo, cada decisión a favor del amor más grande va deshaciendo poco a poco el egoísmo arraigado. Así es como cooperamos en nuestra purificación. Al fin y al cabo, es el amor el que nos impulsa en este camino.
Sin embargo, nuestros propios esfuerzos no serán suficientes, pues, como dice el evangelio de hoy, es el Padre quien purifica los sarmientos. Para ello, Dios permite circunstancias y dificultades en la vida que nosotros no hemos escogido voluntariamente. Esto es lo que suele denominarse la “purificación pasiva”. A través de ella, el proceso de transformación cala aún más profundo que a través de la purificación activa. Al aprender a aceptar de la mano de Dios aquellas situaciones difíciles y dolorosas, y al soportarlas y sobrellevarlas en su Espíritu, el amor crece aún más. De este modo, somos purificados del apego a nosotros mismos y podemos entregarnos más profundamente al Señor.
Los procesos de purificación, especialmente los así llamados “pasivos”, muchas veces nos resultan difíciles de sobrellevar, puesto que en ellos nos desprendemos de nosotros mismos, de las cosas materiales, de las personas… Cuanto mayor sea el apego, tanto más nos costará el desprendimiento. Sin embargo, jamás podemos olvidar que las purificaciones son una manifestación del amor de Dios, pues Él quiere que produzcamos fruto. Esta es la intención de nuestro Señor. ¡Él no quiere causarnos penas y sufrimientos!
Las purificaciones nos ayudan a permanecer en el Señor, a dejarnos impregnar cada vez más por su amor y a arraigarnos profundamente en Él, para que de esta íntima unión pueda surgir el fruto abundante que el Señor promete.
Entonces, nuestra tarea primordial es la de cultivar nuestra relación con el Señor, cooperar en los procesos de purificación y permitir que el Espíritu Santo actúe en nosotros. ¡Así seremos fecundos en la viña del Señor!