“Nos llamamos hijos de Dios, ¡y lo somos! (…) Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es.” (1Jn 3,1-2).
Lo mejor, lo más glorioso aún está por venir: la contemplación del Dios Trino, la imperturbable y gozosa comunión con los ángeles y santos. Un día escuché en mi corazón estas palabras, que me parecían venir de Santa Juana de Arco: “Si supieras cómo es estar aquí, ya no querrías vivir ni un día más en la tierra.”
¡Y lo creo! En efecto, cuanto más conocemos el amor de nuestro Padre, más crece la nostalgia de Él, unida al sufrimiento amoroso de no poder verlo aún. Pero la certeza de que cada uno de nosotros debe primero realizar la tarea que Dios le ha encomendado en esta vida puede ayudarnos a sobrellevar este sufrimiento, esperando día a día la eternidad. ¡Ojalá muchas buenas obras nos acompañen (cf. Ap 14,13)!
“Ahora somos hijos de Dios” (1Jn 3,2). ¿Y qué seremos entonces? Todavía nos espera un gran misterio de amor. Así entiendo yo las palabras de Santa Juana. Siendo seres terrenales, aún no podemos captar realmente la belleza y la santidad del cielo, ni podemos imaginar lo que seremos.
Sin embargo, ya podemos tener un pequeño atisbo, porque, cuando nos encontramos con el Señor, empezamos a transformarnos: nuestro corazón se vuelve más capaz de amar, las virtudes pueden crecer, la comunión con el Padre se hace más íntima. Pero, aún así, la gracia de Dios todavía no nos impregna tanto como será en la visión beatífica. No obstante, la transformación que empezamos a experimentar ya en nuestra vida terrena es mensajera de lo que se culminará en la eternidad. Contemplando a nuestro Padre cara a cara, llegaremos a ser lo que en realidad somos.