«Si tu corazón me pertenece notarás hasta la más mínima desviación. ¡Y eso es bueno!» (Palabra interior).
Una vez que hayamos profundizado en el seguimiento del Señor y despertemos del sueño del egocentrismo y del amor propio, el amor, cuyo beso nos ha despertado, no se quedará de brazos cruzados. No descansará porque quiere reinar en nuestro corazón. ¡Cuánto tiempo le ha llevado hacernos comprender que él es la esencia de nuestra vida! ¡Cuánto hielo se ha ido acumulando alrededor de nuestro corazón, como expresa nuestro Padre en el Mensaje a la Madre Eugenia!
Pero, puesto que el amor ha comenzado a conquistar nuestro corazón y ha encontrado acceso a lo más profundo de nuestro ser, no cederá hasta alcanzar su objetivo. Día tras día, nos formará para que lo percibamos con creciente delicadeza. Entonces habremos llegado al corazón de nuestro Padre. Ahí es donde habita el amor, y hasta allí nos conducirá.
Entonces ya no toleraremos la dureza en nuestro interior; todos los vicios, y hasta el más mínimo atisbo de ellos, nos resultarán repugnantes. Cada falta de caridad se convertirá en un tormento; cada falta de sinceridad, en oscuridad; cada vanidad, en un ridículo fingimiento. Cada mal pensamiento nos asfixiará y exigirá ser expulsado.
Nuestro corazón se habrá encontrado con la santidad de Dios. Junto a Él querrá permanecer para siempre, y cualquier desviación le dolerá y proyectará una sombra. Eso es bueno, porque es señal de que el amor ha vencido. Las tinieblas tienen que ceder y despunta el día luminoso que no conoce ocaso.
Cuando llegue nuestra última hora y nuestro Padre celestial haya completado su obra en nosotros y nos acoja en sus brazos, el amor estará allí y nos dirá: «Es bueno que hayas seguido mis mociones». Y todos aquellos que lo hayan hecho responderán al unísono: «¡Sí, amén!».
