«¡Si tan solo mi Iglesia me siguiera sin reservas, la convertiría en luz para las naciones!» (Palabra interior).
Como en la meditación de ayer, volvemos a escuchar hoy una lamentación de nuestro Padre Celestial. En esta ocasión, su anhelo no se centra tanto en que sus hijos alcancen la felicidad personal, sino en que la Iglesia cumpla su misión, de modo que todos los pueblos reciban el anuncio de la Buena Nueva a través de Ella.
Duele escuchar este lamento de nuestro Padre, sobre todo al reconocer hasta qué punto se ha oscurecido la luz de la Iglesia. Se adapta cada vez más a este mundo, de modo que la sal se vuelve sosa (Mt 5,13), las personas se ven privadas de la luz que debería iluminarlas y las ovejas ya no son conducidas a las verdes praderas ni protegidas de los lobos. ¡Una situación triste y deplorable!
Pero, ¿cómo quisiera nuestro Padre encontrar a la Iglesia?
Sin duda, quiere ver reflejado en ella el rostro de su Hijo y la docilidad de la Virgen María para seguir todos sus caminos.
Ciertamente, quiere encontrar a la Iglesia vigilante, sin dejarse enredar en los asuntos de este mundo, y que refleje la pureza de María.
El Padre quiere ver a la Iglesia como Maestra de las naciones, cumpliendo la misión que Él mismo encomendó a su Hijo y que este extendió a todos los suyos.
Sobre todo, quiere encontrar a la Iglesia trabajando con Él por la salvación de las almas y saliendo en busca de aquellas personas que aún esperan encontrar en otras religiones lo que solo pueden hallar en el Salvador de la humanidad.
¡Hay que seguir al Señor sin reservas! Esta es la exhortación que nuestro Padre nos dirige. Entonces, la Iglesia podrá ser (nuevamente) la luz de las naciones. La belleza de la verdad y de la caridad atraerá a las personas para que vuelvan a casa. Y entonces dirán: «¡Qué bien se está aquí! ¡Aquí Dios habita en medio de los hombres!».
