NOTA: Tomaremos el evangelio que corresponde al día (Miércoles de la Trigésima Semana del Tiempo Ordinario), y no el de la Fiesta de los Apóstoles Simón y Judas, que se celebra hoy.
Lc 13,22-30
Mientras caminaba Jesús hacia Jerusalén, iba atravesando ciudades y pueblos enseñando. Uno le preguntó: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” Él les respondió: “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos pretenderán entrar y no podrán.
Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, los que estéis fuera os pondréis a llamar a la puerta, diciendo: ‘¡Señor, ábrenos!’ Pero os responderá: ‘No sé de dónde sois.’ Entonces empezaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os volverá a decir: ‘No sé de dónde sois. ¡Apartaos todos de mí, hacedores de la iniquidad!’ Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras a vosotros os echen fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. Pues hay últimos que serán primeros y hay primeros que serán últimos.”
“¿Son pocos los que se salvan?” Una seria pregunta al Señor, que también hoy en día podríamos hacerle; aunque daría la impresión de que en estos tiempos se reflexiona poco sobre tales realidades, o se cree que, al fin y al cabo, todos se salvarán…
En realidad, la proliferación del coronavirus y las drásticas medidas que lo acompañan deberían ser motivo para reflexionar acerca de las realidades últimas del hombre y plantearse los cuestionamientos decisivos de nuestra existencia. Sin embargo, las predicaciones que lo tematicen están en gran parte ausentes, y muchos se apresuran a asegurar que la pandemia no es un castigo de Dios.
¿Por qué puede estarse tan seguro de ello? ¿Acaso no habría motivo suficiente para que Dios castigue al mundo?
En lugar de emplear el término “castigo” –que fácilmente adquiere un tinte de “venganza”–, podríamos tomar el de “reprensión”, o hablar de una “permisión de Dios”. Así, la plaga actual adquiere un sentido: Es un serio llamado a la conversión, a cambiar nuestras vidas conforme a los Mandamientos y la Voluntad de Dios.
También podemos situar en este contexto la respuesta que el Señor da a la pregunta planteada: “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha”. Y recordamos aquí aquellas otras palabras Suyas: “Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!” (Mt 7,13-14)
Lo que Jesús espera de nosotros es que sepamos sacar toda la consecuencia del encuentro con Él. No basta simplemente con haber escuchado de Él, ni con haber estado con Él (haber comido y bebido con Él); sino que hemos de tomarnos en serio el seguimiento, respondiendo con nuestra libertad a Su invitación.
El Señor menciona implícitamente el pecado y la iniquidad como causas que excluyen del Reino de Dios, así como también la tibieza. Debemos cuidarnos de que el anuncio de la Misericordia de Dios, omitiendo la gravedad del pecado, no se convierta en una especie de “tranquilizante”, que tenga, a su vez, un “efecto somnífero”. Las palabras del Señor, por el contrario, son una sacudida: “No os conozco”; “¡Apartaos de mí!”, “Allí será el llanto y el rechinar de dientes”…
Recuerdo una conferencia que un ardoroso judío mesiánico (son judíos que reconocen a Jesús como el Mesías y lo siguen) dio a un grupo de peregrinos que estuvimos guiando en Tierra Santa. Él criticaba el hecho de que nosotros, los católicos, hayamos creado la imagen de un “Jesús suave y dulzón”, que no corresponde al Jesús que él conocía de la Sagrada Escritura.
De cierta forma, hay que darle la razón… Las palabras que hoy escuchamos de Jesús son una clara exhortación a una conversión sincera, a que realmente nos esforcemos y no vivamos nuestra fe como un “cristianismo meramente cultural”, en una especie de “seguimiento light”.
De ningún modo pretendo fomentar un cristianismo tenso, en el cual todo sea absolutamente serio y se hable sólo de la muerte y del diablo. Pero también se deforma la imagen de la fe, y, por tanto, del Señor, si se resta importancia o se omiten aquellos pasajes bíblicos que hablan de una seria conversión y nos hacen ver que uno puede fallar al sentido de su existencia y condenarse incluso para siempre.
Es cierto que Dios, en Su infinita bondad, busca al hombre y está siempre dispuesto a perdonar. Sin embargo, esta actitud Suya nunca lleva a relativizar el pecado ni excluye la posibilidad de separarse de Dios y perder el camino… Afirmaciones tan serias como las del evangelio de hoy han de sacudirnos, despertarnos y hacernos dispuestos a no negarle nada al Señor, tal como lo estuvieron los Apóstoles Simón y Judas, a quienes hoy conmemoramos.
Un cristianismo tibio no despierta a nadie; sino que nos deja en el letargo. Un catolicismo que se adapte al mundo perderá su fuerza interior, y entonces los cristianos no serán luz del mundo ni sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14).
Sólo se puede hacer una clara advertencia: ¡No podemos adaptarnos al mundo e incluso creer que esto sería progreso, que el cristianismo debe “ponerse al día” y que, finalmente, el Señor extenderá Su manto de misericordia sobre todos! ¡Lejos de nosotros tales ideas!
Con palabras claras y mostrándonos las consecuencias, el evangelio de hoy nos exhorta a poner fin a toda tibieza. Si se lo pedimos al Espíritu Santo, Él, con Su bondadosa perseverancia, nos insistirá y traerá a nuestra memoria la buena decisión que hemos tomado, así como también las palabras de Jesús (cf. Jn 14,26). ¡Él es un verdadero Amigo; un Amigo divino!