«Se puede dudar de la disposición del hombre, pero no de los planes de Dios, que se cumplirán oportunamente e importunamente, incluso en medio de los errores y las tinieblas» (Palabra interior).
Es aconsejable vivir con una actitud de santa sobriedad. Esta sobriedad nos hace tomar conciencia de que el ser humano a menudo es débil e inconstante y de que, por lo general, no se conoce a sí mismo en lo más profundo de su inconsciente. Así, puede suceder que nosotros mismos u otras personas se encuentren en contradicción con la vida que realmente aspiran. San Pablo lo expresa con total claridad: «Querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra no. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rom 7,18b-19).
Por eso, la prudencia siempre exige tener en cuenta la debilidad humana y no lidiar con los demás ni con nosotros mismos como si fuéramos infalibles.
Con Dios es distinto. En Él «no hay cambio ni sombra de mudanza» (St 1,17). Dios no cambia sus planes de conducir a los hombres al puerto de la salvación. En su sabiduría, es capaz de valerse incluso de los errores y las tinieblas que quieren obstaculizar su proyecto salvífico. Esto también se aplica a los ataques de Satanás, que pretenden causar daño. Pero, a fin de cuentas, Dios los incluye en su plan de salvación y tienen que servir.
Así pues, la santa sobriedad nos enseña a tener confianza en las personas sin olvidar su falibilidad y a depositar toda nuestra confianza, sin límites, en Dios. De este modo, se crea un equilibrio y no idealizamos ni a otras personas ni a nosotros mismos. Al mismo tiempo, glorificamos a Dios con nuestra confianza ilimitada y Él puede incluirnos aún más en sus planes de salvación, como conscientes cooperadores suyos.