Mt 25,1-13 (Lectura correspondiente a la memoria de Santa Lucía)
Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: “El Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche se oyó una voz: ‘¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro’’ Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias les dijeron a las prudentes: ‘Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan’. Pero las prudentes les respondieron: ‘Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras’. Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: ‘¡Señor, señor, ábrenos!’ Pero él les respondió: ‘En verdad os digo que no os conozco’. Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora.”
En medio del Adviento, resplandece una brillante luz: es una virgen prudente cuyo solo nombre –y aún más su testimonio– proclama al Señor. Es Santa Lucía, la “portadora de luz”. Ella fue una de esas maravillosas vírgenes que dieron su vida por Cristo sin vacilar. Al igual que Santa Águeda, Santa Inés, Santa Catalina de Alejandría y tantas otras, Lucía se había desposado con un solo hombre: Cristo. Esta santa también tiene el honor de ser mencionada día a día en el canon de la Santa Misa.
Lucía nació y creció en el seno de una familia noble y adinerada en Siracusa. Su padre murió cuando ella tenía apenas 5 años. Su madre quiso casarla con un joven pagano. Sin embargo, el amor de Lucía hacia Jesús era ya tan grande que quería pertenecerle sólo a Él. Por ello, retrasaba cada vez más el desposorio. Cuando su madre cayó gravemente enferma, peregrinó junto con Lucía a la tumba de Santa Águeda. Y, efectivamente, allí quedó curada de su enfermedad. Estando ante el sepulcro de la santa, Lucía tuvo un sueño en el cual escuchó la voz de Águeda, que le decía las siguientes palabras:
SANTA ÁGUEDA: ¡Hermana mía, virgen piadosa! ¿Por qué me pedís algo que vos misma podéis conseguir? Vuestra fe ha ayudado ya a vuestra madre; ella ha sido curada. Pero habéis de saber que, así como la ciudad de Catania fue glorificada por Cristo a través de mí, la ciudad de Siracusa será honrada por medio de vos, pues, por medio de vuestro voto de virginidad, habéis preparado una morada nupcial en vuestro corazón para el Señor Jesús.
Rebosante de alegría por la curación de su madre, Lucía vio que había llegado el momento oportuno para contarle el secreto de su promesa a Jesús.
LUCÍA: “Querida madre, os ruego que ya no me sigáis hablando de un esposo terrenal ni esperéis de mi vientre un fruto mortal, pues Cristo es mi prometido. Lo que queríais darme como dote para un esposo terrenal, dádmelo para desposarme con mi Señor Jesús.”
EUTIQUIA: “Todo lo que tu difunto padre te dejó como herencia, yo lo he custodiado e incluso aumentado. Ya sabes lo que poseo. Espera hasta mi muerte y luego dispón de tu herencia como bien te parezca.”
LUCÍA: “Oh madre, no habléis así. No es grato a Dios quien da después de su muerte aquello que igual ya no podrá llevarse ni disfrutar. Por eso, dad a Dios lo que es vuestro mientras viváis; dadle aquello que habéis prometido darme.”
Su madre le cumplió el deseo y Lucía entregó toda su dote a los pobres. Cuando el joven a quien ella había sido prometida se enteró de que había perdido tanto a Lucía como a su considerable fortuna, la denunció ante el prefecto Pascasio por ser cristiana y por despreciar a los dioses. Entonces el prefecto le exigió ofrecer sacrificio a los dioses.
LUCÍA: “El sacrificio puro e intachable ante Dios Padre es éste: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y guardarse incontaminado de este mundo” (St 1,27). Desde hace tres años no hecho otra cosa que ofrecer sacrificio al Dios vivo. Puesto que ahora no me queda nada más que ofrecerle, me entrego a mí misma como sacrificio a Dios. ¡Que Él haga con éste Su sacrificio lo que le sea grato!”
PREFECTO PASCASIO: “¡Obedece a los emperadores y sacrifica a los dioses!”
LUCÍA: “Vos os fijáis en el mandato de los emperadores; yo, en cambio, en la Ley de Dios. Vos teméis al Emperador; yo temo a Dios. Vos no queréis irritar al Emperador; yo no quiero encolerizar a mi Dios. Vos queréis agradar al Emperador; yo quiero agradar a mi Dios. Haced, por tanto, lo que os parezca bien; yo, por mi parte, haré lo que sirva a mi salvación.”
El interrogatorio se prolongó durante un buen tiempo, hasta que Lucía habló del Espíritu Santo y le dijo al prefecto:
LUCÍA: “Quien vive casta y puramente, es un Templo del Espíritu Santo”.
Entonces Pascasio la amenazó con llevarla a un burdel, para que el Espíritu Santo se apartase de ella. Pero Lucía respondió:
LUCÍA: “El cuerpo no se vuelve impuro mientras no se consienta con la voluntad. Por eso, aunque pretendas quitarme a fuerza la pureza, no podrás coaccionar mi voluntad a consentir. Así, me será otorgada una doble recompensa por mi pureza virginal.”
El prefecto Pascasio se enfureció, pero sus esbirros no pudieron mover a Lucía de su lugar. Según relata la “Leyenda Dorada”, en su ciega furia el prefecto mandó traer mil hombres y bueyes para trasladarla a un burdel. Pero nadie fue capaz de mover a la doncella; tampoco los hechiceros que habían sido llamados para este propósito.
Se cuentan también otros milagros que sucedieron sobre cómo Lucía superó las torturas y fortaleció a los cristianos, hasta que finalmente le clavaron una espada en el cuello. Pero incluso entonces no murió de inmediato, sino que permaneció con vida hasta que un sacerdote le trajo la santa comunión, el Cuerpo del Señor.
En nuestros tiempos, también necesitamos la valentía de permanecer fieles a la santa fe y de no negar a Cristo bajo ninguna circunstancia. Los mártires no hacían ningún tipo de compromisos, ni retiradas, ni relativizaciones… Su ejemplo los mantiene para siempre en alto, como aquellos que, con la gracia de Dios, combatieron el noble combate y salieron victoriosos (cf. 2Tim 4,7). Es imposible pasar de largo ante el ejemplo que nos dejaron, pues en ellos resplandece el Señor mismo.
Pero no son sólo un modelo a seguir; sino que son también nuestros hermanos en el cielo, que están siempre dispuestos a levantarnos a los débiles. Ciertamente el martirio cruento no está previsto para cada persona, pero todo aquel que siga sinceramente al Señor está llamado a permanecerle fiel hasta la muerte (Ap 2,10), cada cual en el sitio donde Dios lo haya colocado.
Santa Lucía se entregó al Señor siendo aún muy joven, repartió sus riquezas a los pobres y mostró su amor a Jesús hasta la muerte.
Ruega por nosotros, Santa Lucía, para que también en nuestra vida resplandezca la luz del Señor y para que nunca lo neguemos.