1Pe 4,7b-11 (Lectura correspondiente a la memoria de Santa Ángela Merici)
Sed sensatos y sobrios para poder rezar. Ante todo, amaos profundamente unos a otros, porque el amor cubre multitud de pecados. Sed hospitalarios unos con otros, sin murmurar. Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios. Si uno toma la palabra, que sea de verdad palabra de Dios; si uno ejerce un ministerio, hágalo en virtud del poder que Dios le otorga. Así, Dios será glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Con justa razón el amor es un tema recurrente, pues es la esencia de nuestra existencia. Sin el amor de Dios no viviríamos en absoluto, y este mismo amor que nos llamó a la existencia también nos redime y nos santifica.
Santa Ángela Merici hizo de este amor el fundamento de su servicio en la educación. El 25 de noviembre de 1535 fundó la “Compañía de Santa Úrsula”, que puede denominarse como el primer instituto secular en la Iglesia. Sus miembros debían vivir en sus familias sin hábito religioso, siguiendo los consejos evangélicos y dedicándose a la educación de la juventud femenina. Así, surgió una nueva flor en el jardín de la Iglesia: una comunidad con una forma de vida más secular, sin por eso descuidar la disciplina de una orden religiosa. Santa Ángela se ocupó especialmente de las niñas de clase baja. A sus hermanas de comunidad les dirigía estas hermosas palabras.
“Os ruego que os esforcéis por ganaros a vuestras niñas con amor. Guiadlas con mano suave y dulce, no con imperiosidad ni dureza. Esto es lo que significa liberar a las almas: cuando se anima a los débiles y tímidos, cuando se los corrige con amor, cuando a todos se les predica a través del ejemplo y se les anuncia la gran dicha que les espera allá arriba.”
El amor es una actitud de benevolencia; es decir, uno quiere lo mejor para la otra persona. Sin embargo, no basta con la buena voluntad, sino que también debemos saber distinguir qué es realmente lo mejor para ella.
Santa Ángela había comprendido que las niñas de los estratos sociales más pobres a menudo eran tratadas con dureza y que les faltaba precisamente ese amor que es tan importante para poder vivir de verdad. A través del amor que las hermanas les brindaban, las niñas debían encontrarse con la bondad de Dios y ciertamente también sanar algunas heridas.
Gustosamente uno se deja guiar por una mano suave y dulce, y si esto cuenta a nivel general, es tanto más cierto tratándose de las almas delicadas de las niñas. Una educación tal, impregnada por la mansedumbre como fruto del Espíritu Santo, marcará profundamente el alma. La dureza, en cambio, que no debe equipararse con firmeza, siempre corre el peligro de despertar miedo en la otra persona, de modo que no da lugar a la libertad de un alma como la que quería suscitar Santa Ángela.
Cuando ella habla de “animar a los débiles y tímidos”, se nos vienen a la memoria estas palabras de la Sagrada Escritura: “Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón inquieto: ¡Sed fuertes, no temáis! Mirad que llega vuestro Dios…” (Is 35,3-4a).
También es muy importante que, en la frase citada anteriormente, Santa Ángela haga referencia tanto al propio ejemplo como a la dicha que nos espera en la eternidad. Ella quería que en la vida de las hermanas se reflejase lo que anunciaban. En efecto, el ejemplo de vida es fidedigno y representa una especie de “primera evangelización”, aun sin palabras. La visión de la eternidad y de la alegría que allí nos aguarda, que Santa Ángela quiso insertar en su obra de educación, también da la fuerza para soportar mejor las tribulaciones en la vida terrena.
“Ante todo, amaos profundamente unos a otros” –nos dice el Apóstol San Pedro. No pocas veces tenemos que luchar para permanecer en este amor, especialmente cuando nuestro prójimo tiene ciertas peculiaridades que no nos resultan agradables. En tal situación, nos ayudará recordar que se trata de un amor de benevolencia y no necesariamente de un sentimiento. Este amor de benevolencia quiere la salvación para la otra persona, lo que sea verdaderamente bueno para ella. Uno puede decidirse por ello con la voluntad, y examinar ante el Señor qué es lo correcto en la situación dada.
Será más fácil adquirir esta actitud de benevolencia hacia la otra persona cuando nuestro corazón haya sido purificado, cuando el Espíritu Santo haya tomado las riendas, por así decir, y nos conduzca una y otra vez hacia el bien. Incluso cuando nuestra voluntad se ha decidido por el bien, necesitamos de la guía concreta del Espíritu Santo para que nos muestre en qué consiste este bien en cada situación, y de su fortaleza para ponerlo en práctica.
Es reconfortante la afirmación del Apóstol de que “el amor cubre multitud de pecados”. Esto podemos aplicarlo en relación con la otra persona, en cuanto que el amor nos llevará a no enfocarnos en sus pecados ni echarle en cara aquellos de los que ya se ha arrepentido. Pero también podemos aplicarlo en relación a nuestros propios pecados. En el “Mensaje de Dios Padre” a Sor Eugenia Ravasio, Él nos dice estas consoladoras palabras:
“Escuchad, hijos Míos: hagamos una suposición para que estéis seguros de Mi amor. Para Mí, vuestros pecados son como el hierro y vuestros actos de amor como el oro. Si me entregarais mil kilos de hierro, sería menos para Mí que si me donarais diez kilos de oro. Esto significa que, con un poco de amor, se pagan enormes iniquidades.”
Si nos esforzamos por el amor verdadero, habremos emprendido el mejor camino…