Sanación interior en Dios (Parte IV)

La Santa Misa y la Adoración eucarística

La fe restaura nuestra verdadera relación con Dios y la Palabra de Dios la alimenta, concediéndonos cada vez más profundamente la luz de la verdad y señalándonos una y otra vez el camino. En el perdón de los pecados, Dios abre de par en par las puertas de su corazón para nosotros y podemos experimentar su indecible misericordia. Al experimentar el amor de Dios a través del sacramento del Bautismo y de la Penitencia, el alma empieza a sanar las consecuencias de haberse alejado de Él. Ya no vive sumida en tinieblas y, a pesar de todos los combates que aún debe afrontar, ha hallado el camino para ser receptiva a la gracia de Dios y acoger así su bondad sanadora. Esta nueva vida que ha comenzado es realmente distinta, una vida que devuelve al hombre su originaria hermosura y dignidad.

En este camino, Dios nos ofrece incontables ayudas. Entre ellas, sobresale particularmente la Santa Misa con la recepción de la Santa Comunión. ¡Es Dios mismo quien se dona de forma misteriosa, alimentando espiritualmente al hombre con su propio Cuerpo y Sangre!

Así vemos que el Señor no se limita a impartir sabios consejos para que nuestra alma pueda sanar. ¡No! Él se entrega a sí mismo y se une a nosotros precisamente donde más alejados estamos de Él, remediando así la pérdida de la intimidad y la unión con D ios. En la santa comunión, Jesús se nos da con su naturaleza divina y humana, penetrando todo nuestro ser herido.

La Santa Comunión se convierte en nuestro manjar celestial y sirve también como remedio para nuestra alma enferma. El alma es levantada por dentro y conducida hacia su verdadera destinación, al mismo tiempo que recibe la capacidad para cumplirla. La pérdida de la relación directa con Dios, con todas sus consecuencias negativas, la había distanciado de Él y, por tanto, también de sí misma. Ahora, la unificación con el Señor, que Él ofrece sacramentalmente a todos los que se encuentran en estado de gracia, le devuelve al alma su identidad: se convierte en morada del Dios vivo. ¡El Señor establece su tienda y habita en ella!

En la adoración eucarística se prolonga de forma especial la recepción de la santa comunión. Al adorar el Santísimo Sacramento del Altar, presente en los tabernáculos de nuestras iglesias o expuesto en la custodia, se prolonga la unión con el Señor que acontece en la Santa Comunión. El alma ora a Dios y así, ya en su vida terrena, se adentra cada vez más en su vocación trascendental. De hecho, en la eternidad no haremos otra cosa que adorar a Dios junto con los ángeles y los santos.

El proceso de sanación que se produce a través de la santa comunión y la adoración eucarística conduce a una constante transformación de la persona. Se despierta en ella una actitud más contemplativa, de escucha y receptividad que, a su vez, iluminará y fructificará su actuar. Los impulsos de su actuar ya no estarán tan definidos por las pasiones de la naturaleza humana, que a menudo fallan y están marcadas por las consecuencias del pecado original, sino que serán guiados por el Espíritu Santo. Aprenderemos a escucharlo cada vez más y, precisamente al ir obteniendo esta actitud contemplativa, lo comprenderemos con creciente facilidad.

Así, el alma va entendiendo cada vez mejor su camino, también desde dentro.

Su desorientación se disipa progresivamente y el alma entra más fácilmente en contacto con Dios, buscando su cercanía. Va perdiendo el gusto perjudicial por el mundo y por las dispersiones que le roban fuerzas. La vida de oración se vuelve más profunda, de modo que el alma está en una mejor disposición para seguir sanando, pues en el constante diálogo con Dios, que es la oración, el alma se familiariza con Él y vuelve a encontrar en Él su deleite. Entonces, se habrá dado un paso decisivo en el proceso de sanación de la persona, cuyo fin es precisamente conducirla de vuelta a Dios.

Descargar PDF