A partir de hoy, me gustaría abordar en las meditaciones diarias un tema que me parece particularmente importante en estos tiempos, ya que muchas personas buscan sanación y a menudo recurren a métodos cuestionables y dudosos. Se trata de la sanación interior.
En este contexto, cabe señalar que, como cristianos, no podemos emplear cualquier método curativo que se nos ofrezca sin antes haberlo sometido a un discernimiento, sobre todo si está relacionado con otra religión o emplea métodos psicotécnicos del ámbito esotérico.
En esta serie, que nos acompañará durante los próximos días, nos detendremos a observar todo lo que Dios ya ha hecho y nos ofrece para que nuestra alma pueda sanar.
No se trata de la curación de enfermedades físicas o psíquicas, que requieren los correspondientes tratamientos, sino de cómo nuestra alma puede recuperar la salud interior con la gracia de Dios. Espero que las meditaciones de los próximos días nos ayuden a reconocer con mayor gratitud el inmenso tesoro que nos ha sido dado en la fe católica.
El origen del desorden
En primer lugar, conviene tener presente cuál es el origen de todo el desorden. Como podemos deducir de los textos del Génesis, en el estado paradisíaco, el hombre vivía en un estado de integridad. Dios mismo exclama que el culmen de su obra creadora, el hombre, era «muy bueno» (Gen 1, 31). La relación entre el hombre y su Creador era confiada y familiar, y el Señor se complacía en estar con los hombres y cultivar una cercana relación con ellos. Como nos enseña la Iglesia, en el estado paradisíaco el hombre gozaba de la participación de la vida divina, las potencias de su alma estaban en orden y vivía en armonía con el Creador y la Creación (Catecismo, n. 374-378).
Sin embargo, con la caída en el pecado, comenzó el gran desorden: la justicia original se echó a perder, el entendimiento quedó oscurecido, la voluntad se debilitó y las pasiones se rebelaron contra el espíritu. El hombre, en estado de pecado, no pudo permanecer en el Paraíso; la muerte entró en el mundo. Se perdió la confianza y la familiaridad con Dios, y el alma quedó fuera de su hogar.
Sin embargo, Dios no dio la espalda al hombre, aunque este hubiera perdido el Paraíso por su propia culpa, junto con todos sus descendientes.
Lo primero que podemos constatar con respecto al hombre caído es que ya no podía percibir su vocación trascendente, de manera que se cegó espiritualmente, con todas las consecuencias que podemos leer en los relatos posteriores de la Sagrada Escritura.
Por tanto, si buscamos la sanación del alma, lo primero y más esencial será restablecer la relación con Dios.
Sanación del alma a través de la fe
No hay nada más importante para el hombre que hallar la verdadera fe en Dios. En efecto, el alma sufre profundamente cuando carece del conocimiento de Dios.
El hombre ha sido creado para Dios y en Él encuentra su hogar. Su destino eterno es vivir en comunión con Dios, adorarlo, dejarse amar por Él y corresponder a este amor. Por eso, solo en el Señor encontrará respuesta su anhelo más profundo. El alma jamás podrá vivir en verdadera paz y felicidad mientras no reconozca a su Padre y Creador ni viva en comunión con Él. Está hambrienta de Dios y lo anhela. Así, busca su propia identidad, busca el Paraíso perdido, busca su hogar y su patria…
El hombre puede caer bajo malas influencias y abrirse a falsas doctrinas, de modo que se apoderan de él falsas imágenes de Dios que confunden su alma. También puede perderse en la vida terrenal y buscar los goces y placeres de los sentidos como meta de su existencia. Cuando esto sucede, el alma permanece adormecida y no descubre su vocación más profunda. Quizá la persona ni siquiera es consciente de ello. Pero, en el fondo, el alma se enferma y siente un vacío al no vivir de acuerdo con la dimensión trascendente y esencial de su existencia. Así, empieza a buscar sustitutos… «Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», exclama San Agustín describiendo su estado interior.
En el momento en que se acoge conscientemente la fe, comienza el proceso de sanación del alma. Encuentra orientación y despierta de su confusión. Al convertirse, es decir, al abrirse conscientemente al amor del Señor, la luz sobrenatural de Dios puede penetrar en el hombre, y el alma se regocija y derrama lágrimas de agradecimiento. Sabe que ha llegado a casa y, sobre todo si había estado muy alejada de Dios, apenas puede contener su dicha. ¡Nunca más querrá perder este tesoro encontrado!
También sucede en el caso de las personas que tuvieron la gracia de conocer la fe cristiana desde la infancia: reciben una luz mayor en el momento en que deciden conscientemente vivir esta fe.
La luz que nos otorga la fe no significa alcanzar la visión sobrenatural de Dios, que sólo en el cielo podremos gozar. Tampoco las potencias del alma quedan inmediatamente sanadas al acoger la fe, ni retroceden de una vez y para siempre las sombras de la oscuridad. Sin embargo, con la luz de la fe, el Señor empieza a realizar en nosotros su obra de salvación.
En los próximos días, veremos cómo Dios ha dispuesto todo para que el hombre, que tanto se ha alejado de Él, pueda volver a colocarse bajo el dulce yugo de su amor y prepararse para la eternidad. Allí, en la vida eterna, quedará totalmente impregnado de la luz de Dios y ninguna mancha podrá oscurecerlo ya.