Hoy saldremos del marco acostumbrado de nuestras meditaciones bíblicas, para dedicarle algunos días a un tema sobre el cual he dado dos conferencias últimamente: Se trata de la sanación interior. El tema de la sanación me parece particularmente importante en estos tiempos, porque muchas personas la buscan y a menudo recurren a métodos que son cuestionables y dudosos.
En cuanto a la cuestión del esoterismo que se ha introducido también en ciertos círculos de la Iglesia, había aclarado ya en una meditación a fines de agosto que, como católicos, no podemos simplemente emplear cualquier método curativo que se nos ofrezca, sin antes haberlo sometido a un discernimiento, sobre todo cuando se relacione con otra religión o emplee métodos psicotécnicos del ambiente esotérico. wenn diese mit einer anderen Religion verknüpft sind oder psychotechnische Verfahren aus dem esoterischen Bereich verwendet.
En este tema que trataremos durante los próximos días, queremos caer en cuenta de lo que Dios ya ha hecho y nos ofrece para que nuestra alma pueda sanar.
No se trata aquí de la sanación de enfermedades físicas o psíquicas, que requieren de los correspondientes tratamientos; sino que hablamos de cómo nuestra alma puede llegar a estar sana, con la gracia de Dios. Entonces, ojalá las meditaciones de los próximos días nos ayuden a reconocer con mayor gratitud el inmenso tesoro que nos ha sido dado en la fe católica.
El origen del desorden
En primera instancia, conviene tener presente dónde estuvo el origen de todo el desorden. Como podemos concluir de los textos del Génesis, en el estado paradisíaco el hombre vivía en un estado sano. Dios mismo exclama que el culmen de su obra creadora, el hombre, era “muy bueno” (Gen1,31). La relación entre el hombre y su Creador era confiada y familiar, y el Señor se complacía en estar con los hombres, en cultivar la relación con ellos… Como la Iglesia nos lo enseña, el hombre en el estado paradisíaco gozaba de la visión de Dios, las potencias de su alma estaban en orden y así vivía en armonía con el Creador y con la Creación (Catecismo, n. 374-378).
Pero ahora, con la caída en el pecado, empezará el gran desorden: la visión sobrenatural se echó a perder; el entendimiento quedó oscurecido; la voluntad, debilitada; las pasiones se rebelaron contra el espíritu. El hombre en estado de pecado no pudo permanecer en el Paraíso; la muerte entró en el mundo. Se perdió la confianza y familiaridad para con Dios; el alma quedó fuera de su hogar.
Sin embargo, Dios no desechó al hombre, aun si había perdido el Paraíso por su propia culpa, junto a todos sus descendientes.
Lo primero que podemos constatar con respecto al hombre caído, es que ya no podía percibir como antes su vocación trascendente, de manera que encegueció a nivel espiritual, con todas las consecuencias que podemos leer en los relatos posteriores de la Sagrada Escritura.
Por eso, si buscamos la sanación de nuestra alma, lo primero y esencial será reestablecer la relación con Dios.
Sanación del alma a través de la fe
No hay nada que sea más importante para el hombre que hallar la verdadera fe en Dios. En efecto, el alma sufre en lo más profundo cuando carece del conocimiento de Dios.
El hombre ha sido creado para Dios y en Él encuentra su hogar. Su destino eterno es vivir en comunión con Dios; adorarlo, dejarse amar por Él y corresponder a este amor. Por eso, sólo en el Señor encontrará respuesta el anhelo más profundo del hombre. El alma, en sus mayores profundidades, jamás podrá vivir en verdadera paz y felicidad mientras no reconozca a su Padre y Creador, ni viva en comunión con Él. Ella está hambrienta de Dios y lo ansía. Así, busca su propia identidad, busca el Paraíso perdido, busca su hogar y su patria…
El hombre puede caer bajo malas influencias y abrirse a errores, de manera que se apoderan de él falsas imágenes de Dios, que confunden su alma. El hombre también puede perderse en la vida terrenal, y buscar los goces y placeres de los sentidos como meta de su existencia. Cuando esto sucede, el alma permanece adormilada y no descubre su vocación más profunda. Quizá la persona ni siquiera está consciente de ello. Pero por dentro el alma se enferma y tiene un vacío, en cuanto que no está viviendo de acuerdo a la dimensión trascedente y más importante de su existencia. Así, empieza a buscar sustitutos… “Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” -exclama San Agustín describiendo su estado interior.
En el momento de acoger conscientemente la fe, empieza el proceso de sanación del alma. Ella encuentra orientación y despierta de su confusión. Al convertirse -es decir, al abrirse conscientemente al amor del Señor- la luz sobrenatural de Dios puede penetrar en el hombre. ¡Entonces el alma se regocija y corren lágrimas de agradecimiento! El alma sabe que ha llegado a casa, y, sobre todo si ha estado muy alejada de Dios, apenas puede contener su dicha. ¡Nunca más querrá perder este tesoro encontrado!
También en el caso de las personas que tuvieron la gracia de conocer la fe cristiana desde su infancia, reciben una luz más grande en el momento de tomar conscientemente la decisión de vivir esta fe.
La luz que nos confiere la fe no significa aún recuperar la visión sobrenatural de Dios, perdida desde la caída en el pecado. Tampoco es que las potencias del alma queden inmediatamente sanadas, en cuanto se acoja la fe; ni retroceden de una vez y para siempre las sombras de la oscuridad. Sin embargo, con la luz de la fe que Dios nos concede, el Señor empieza a realizar en nosotros su obra de salvación.
En los próximos días seguiremos viendo cómo Dios ha dispuesto todo para que el hombre, que tanto se ha alejado de Él, pueda volver a colocarse bajo el dulce gobierno de Su amor, y se prepare para la eternidad. Allí, en la vida eterna, quedará totalmente impregnado por la luz de Dios, y ninguna mancha podrá ya oscurecerlo.