Mt 19,27-29 (Lectura correspondiente a la memoria de San Nicolás de Flüe)
En aquel tiempo, Pedro dijo a Jesús: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué recibiremos, pues?” Jesús les dijo: “Os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna.”
No es una pregunta inapropiada la que Pedro dirige a Jesús. Los discípulos lo dejaron todo por causa Suya, y quieren saber cuál recompensa les aguarda. Y Jesús les da una respuesta: Se convertirán en Príncipes en el Reino de Dios. De hecho, con este título honramos a los Apóstoles en la Iglesia. Y Jesús continúa diciendo que todos los que den un paso como el de los Apóstoles, obtendrán una gran recompensa y heredarán la vida eterna. El premio será la gran cercanía de Dios, que podrán disfrutar en la eternidad en la medida en que correspondieron a Su amor. ¿Puede haber algo mayor?
En este día, la Iglesia conmemora a una persona que, al igual que los discípulos, lo dejó todo para seguir a Jesús. Se trata de San Nicolás de Flüe, que abandonó sus propiedades y su familia, para retirarse a una ermita y convertirse desde allí en consejero para muchas personas. San Nicolás es el santo patrono de Suiza. En su extraordinaria vida, se hizo realidad aquella palabra de la Escritura que el Señor mismo citó cuando el Diablo le tentó: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3; Mt 4,4). En efecto, el santo vivió exclusivamente de la santa comunión durante los últimos 20 años de su vida.
Del rico tesoro de la mística que San Nicolás experimentó, se destaca esta conocida oración suya:
“Señor mío y Dios mío, despréndeme de todo lo que me aleja de Ti;
Señor mío y Dios mío, concédeme todo lo que me acerca a Ti;
Señor mío y Dios mío, despréndeme de mí y entrégame del todo a Ti.”
En estas palabras, San Nicolás –conocido también como el Hermano Klaus– recoge las clásicas “vías” del camino de santificación.
“Señor mío y Dios mío, despréndeme de todo lo que me aleja de Ti.”
Esta primera frase hace alusión al camino de la purificación (vía purgativa), que es necesario para que superemos todo apego desordenado a las creaturas. Cualquier apego desordenado que no haya sido vencido, disminuye nuestra capacidad de amar, porque entonces nuestro corazón no está totalmente libre para entregarse a Dios; sino que aún está atado a los bienes pasajeros o apegado de forma desordenada a las personas.
“Señor mío y Dios mío, concédeme todo lo que me acerca a Ti.”
Esta segunda parte de la oración representa la vía iluminativa (el camino de la iluminación). En Su amor y generosidad, Dios nos concede todo lo que necesitamos para desplegar una vida interior rica: Su Palabra, los santos sacramentos, la guía interior, los dones del Espíritu Santo, entre muchas otras cosas. Todo ello nos ilumina; es decir, que la luz de Dios se difunde en nuestra alma y en esta luz aprendemos a comprender mejor la presencia y la guía de Dios. Se trata de la luz del Espíritu Santo, que nos alumbra cada vez más, moviéndonos a todo lo bueno y acrecentando la imagen y semejanza de Dios en nosotros.
“Señor mío y Dios mío, despréndeme de mí y entrégame del todo a Ti.”
Aquí se habla de la vía unitiva (la unificación con Dios). Se trata de la entrega incondicional de toda nuestra persona. El Hermano Klaus sabe cuán difícil es esto. Muchos son capaces de dar algo de sí mismos para servir a Dios, y quizá incluso están dispuestos a renunciar a muchas cosas. Pero aquí se trata de darlo todo. Ya no planificamos nuestra propia vida; sino que la ponemos totalmente en manos de Dios. Más allá de nuestra buena voluntad y determinación, necesitamos para ello la gracia de Dios. Es por eso que San Nicolás se dirige a Dios en esta oración, para que sea Él quien lleve a cabo esta obra.
Los santos como el Hermano Nicolás nos muestran lo que puede llegar a ser una vida cuando se pone indivisamente al servicio de Dios. El Señor no sólo promete la recompensa para la eternidad; sino que ya aquí, en la Tierra, una vida tal se convierte en una profunda dicha, aun si está marcada por el sufrimiento. Vivir conforme a la Voluntad de Dios y acoger confiadamente la invitación a una entrega total, trae una profunda paz al alma. Así, ya en su vida terrenal encuentra su hogar en Dios, y espera anhelante el encuentro definitivo con Él en la eternidad.