San Godofredo de Amiens: Frutos visibles como abad; frutos amargos como obispo”

Para un obispo de la Santa Iglesia es un gran regalo poder ver el fruto de su labor, alabar a Dios por ello y partir hacia la eternidad con el corazón lleno de gratitud. Sin embargo, no todos tienen esa dicha y el aparente fracaso puede suponer una gran prueba.

El santo de hoy, Godofredo, procedía de una familia noble de la región de Soissons (Francia). Tras enviudar, su padre decidió pasar el resto de su vida en un monasterio. Godofredo tenía apenas cinco años cuando fue confiado al cuidado del abad de Mont-Saint-Quentin, quien también lo había bautizado.

Desde muy joven, Godofredo intentó ordenar su vida siguiendo el ejemplo de los religiosos. Era ferviente en la oración, diligente en el estudio y dispuesto a realizar cualquier trabajo que se le encomendara. Además, tenía un corazón generoso para con los pobres y solía renunciar a una parte de su ración para dársela a ellos.

Cuando alcanzó la edad necesaria, tomó el hábito en el mismo monasterio. Entre otras funciones, se le encomendó el cuidado de los enfermos, a quienes servía incansablemente, oraba con ellos y les leía libros espirituales.

A los veinticinco años fue ordenado sacerdote. Poco tiempo después, fue elegido abad del monasterio de Nogent, en Champaña, que bajo su estricta disciplina no tardó en alcanzar gran prestigio. Godofredo era un buen religioso y abad. Se convirtió en un modelo a seguir para los demás monjes, que notaban que él realmente seguía el camino de la santidad.

Godofredo tenía tal vigilancia espiritual que alcanzó un dominio total de sus sentidos. Nunca pronunciaba una palabra inútil ni fijaba su mirada en ningún objeto si no era necesario. Su silencio y su recta conducta eran pruebas visibles de su constante recogimiento espiritual. Un día, cuando le presentaron un plato más refinado de lo habitual, se quejó diciendo: «¿No sabéis que la carne se vuelve rebelde cuando se la halaga?».

Como abad del monasterio de Nogent, que antes de su llegada estaba a punto de desaparecer, no solo lo restauró en su interior mediante la disciplina monástica y en su exterior mediante nuevas construcciones, sino que también aseguró su existencia para el futuro. Además, hizo construir un asilo para alojar y cuidar a los pobres y enfermos, a los que él mismo atendía.

La virtud y la prudencia del abad Godofredo no pasaron desapercibidas para otros clérigos. Así fue como, en 1103, fue nombrado obispo de Amiens en el concilio de Troyes. Aunque al principio se resistió seriamente a aceptar este nombramiento, lo terminó aceptando.

En este cargo comenzó para él un camino de cruz. Incluso siendo obispo, mantuvo su estricto estilo de vida y siguió sirviendo con amor a los pobres. Cada día lavaba los pies a trece de ellos y les servía en la mesa. Al mismo tiempo, reprendía con inquebrantable fervor las pretensiones de los poderosos que se aferraban obstinadamente a su vida desordenada. También combatió con mano firme los abusos que imperaban entre el clero y, tras superar muchas dificultades, consiguió mejorar la situación del monasterio de San Valerico.

Pese a su bondad y mansedumbre, su santo celo por una reforma profunda en todas las clases sociales le acarreó muchos sufrimientos. No solo se burlaban de él, le despreciaban y desafiaban su autoridad, sino que incluso llegaron a ofrecerle vino envenenado para deshacerse de él. Sin embargo, Dios le reveló lo que había en el vino y así le salvó la vida. Continuó su obra con fervor, aunque su alma suspiraba por la obstinación en el pecado de los habitantes de aquella ciudad.

Le dolía profundamente que las personas no quisieran convertirse y tenía la impresión de que, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía obtener mayores frutos. Por eso quiso renunciar al cargo de obispo y se retiró en secreto a una cartuja cerca de Grenoble para dedicar los últimos años de su vida a la salvación de su alma. Desde allí, escribió una carta al sínodo que se estaba celebrando en aquel momento en Beauvais, en la que pedía humildemente que se confiara la iglesia de Amiens a otra persona más apropiada para este cargo.

Pero su petición fue denegada y tuvo que regresar. Los habitantes de Amiens lo recibieron con alegría, pero no cambiaron su vida alejada de Dios. Por eso, Godofredo, con espíritu profético, anunció a la ciudad impenitente el inminente castigo divino. En efecto, éste no tardó en llegar. Por aquel entonces, una revuelta azotaba la ciudad y los rebeldes causaban estragos, asesinando y prendiendo fuego. Además, la peste y la hambruna asolaban a los amieneses.

A consecuencia de estas tribulaciones, los supervivientes mejoraron su estilo de vida, pero este cambio no duró. Una nube negra como la noche se cernió sobre Amiens, una furiosa tormenta se desató y el fuego se extendió por todas partes, reduciendo a cenizas casi toda la ciudad, excepto la iglesia de San Fermín, la residencia episcopal y unas pocas casas de los pobres.

El hombre de Dios se puso manos a la obra, consolando, ayudando donde podía y exhortando a la conversión y a un cambio de vida, con la promesa de que Dios, que tiene el poder de dar y quitar, pronto volvería a bendecirlos. Pero su alma ya no encontraba paz ni consuelo en la Tierra y anhelaba la redención de este valle de lágrimas.

Esta vez, su plegaria no tardó en ser escuchada. Durante un viaje, Godofredo cayó gravemente enfermo y fue llevado deprisa a la abadía de Saint-Crépin, donde recibió los últimos sacramentos y murió el 8 de noviembre de 1118.

Podemos observar que la vida de san Godofredo estuvo marcada por dos etapas muy distintas. Como abad, su labor dio frutos visibles y dejó una profunda huella. Como obispo, en cambio, no pudo ver los frutos de la obra que intentó realizar durante once años. Podemos imaginar que esto le resultó difícil. Sufría por la ciudad impenitente puesta a su cuidado y hubiera preferido orar y ofrecer sacrificios por ella en la Cartuja. Pero el Señor no lo permitió. Así que bebió el cáliz hasta la última gota hasta que, finalmente, Dios lo llamó a su patria eterna.

Entonces, ¿hubiera sido mejor que se quedara como abad en el monasterio y no aceptara el cargo de obispo? No necesitamos plantearnos esta pregunta, porque el aparente éxito del apostolado no es garantía de que todo sea conforme a la Voluntad de Dios, ni el aparente fracaso es indicio de haber fallado a su plan. Los designios divinos son más profundos. Godofredo participó en el sufrimiento del Señor al ver que aquellos que se le habían confiado no reconocieran la «hora de la gracia» (cf. Lc 19, 41-44).

¡Gracias, san Godofredo, por el testimonio de tu vida!

El Señor obró muchos milagros en su tumba y, de este modo, glorificó a su siervo.

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Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/desapego-del-dinero-2/

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