Antes de entrar en la historia del santo de hoy, ¿qué es el iconoclasmo?
A raíz del Concilio de Calcedonia, surgió una controversia en la Iglesia de Oriente acerca de si era admisible representar a Cristo en íconos. Influenciados por la doctrina islámica de la inaccesibilidad de Dios, los detractores de las imágenes argumentaban que, al ser Cristo verdadero Dios, no podía ser representado, y consideraban que un ícono ponía demasiado énfasis en su humanidad. Los defensores de las imágenes, por el contrario, afirmaban que el Espíritu de Dios impregnaba las representaciones visibles del Dios invisible. En el año 726, el emperador León III prohibió las imágenes y ordenó su destrucción en todas las iglesias y monasterios.
Los «iconoclastas», es decir, los detractores de las imágenes, se basaban en la prohibición del Antiguo Testamento de hacer representaciones de Dios. Esta disputa, que se libró con ferocidad durante casi un siglo, finalizó cuando la Iglesia definió de forma vinculante que se podían venerar los íconos de Cristo y de los santos.
Siglos después, esta controversia se reavivó en la época del cisma protestante. Sin embargo, los enfrentamientos sangrientos solo sucedieron en Oriente. Uno de los mártires más eminentes que derramaron su sangre por la fe católica durante la persecución iconoclasta fue san Esteban el Joven, cuya historia conoceremos hoy.
San Esteban, apodado el Joven, nació en Constantinopla en el año 714, durante el reinado del emperador Anastasio. Sus padres, adinerados y muy piadosos, le educaron en el temor de Dios.
Cuando tenía unos 16 años, sus padres lo entregaron al cuidado de un ermitaño piadoso llamado Juan, que vivía en una montaña cercana y estaba al frente de otros ermitaños que habitaban en pequeñas celdas dispersas por la montaña, constituyendo una comunidad monástica. Esteban fue pronto aceptado por Juan en este grupo y se convirtió en su discípulo predilecto.
Antes de morir, Juan predijo la tribulación que les sobrevendría a manos de los iconoclastas. Luego, expiró en brazos de Esteban. Este fue elegido como su sucesor y desempeñó excelentemente su cargo. Sin embargo, cuando el número de sus discípulos siguió en aumento, decidió entregar su cargo a otra persona y se retiró a la soledad.
En aquella época, la prohibición y posterior destrucción de imágenes estaba en pleno apogeo en el Imperio bizantino. Esteban había aconsejado a los monjes que se retiraran al desierto para ponerse a salvo de la persecución. No obstante, el emperador Constantino V le exigió que aprobara las decisiones iconoclastas del así llamado V Concilio de Constantinopla, el sínodo de Hiereia, celebrado en el año 754.
A través de un mensajero, Esteban dejó claro que no estaba dispuesto a aceptar las decisiones de este sínodo. Por ello, fue capturado y encerrado en un monasterio, aunque solo seis días después fue liberado debido a las circunstancias de la guerra.
Sin embargo, su calvario apenas había comenzado. Sus enemigos intentaron dañar la buena fama que el santo tenía entre el pueblo. Querían acusarlo de mantener relaciones deshonrosas con una viuda, para lo cual obligaron a una esclava a dar falso testimonio. Sin embargo, la viuda, aun bajo los azotes, se mantuvo firme, afirmó la inocencia de Esteban y lo calificó de santo.
Entonces le tendieron otra trampa: el emperador, que había prohibido al monasterio recibir novicios, le envió a un “falso hermano” rogando ser admitido en el monasterio. Esteban terminó cediendo a la insistente súplica de este impostor y finalmente lo acogió. Tan pronto como éste recibió el hábito, huyó vestido de monje hacia el emperador, tal y como lo habían acordado, quien aprovechó la ocasión para denunciar públicamente la desobediencia de Esteban.
De este modo, el emperador incitó al pueblo contra Esteban. Entretanto, envió a un grupo de hombres armados a la montaña donde vivía. Estos expulsaron a los monjes y ermitaños, saquearon los edificios y la iglesia, les prendieron fuego y los destruyeron por completo. Sacaron a la fuerza a san Esteban de su celda, lo golpearon, lo insultaron, le escupieron y lo maltrataron de muchas maneras inhumanas. Como si esto fuera poco, lo encerraron en un monasterio cerca de Constantinopla y le enviaron varios obispos y funcionarios iconoclastas para interrogarlo y tratar de hacerle cambiar de opinión.
Pero todo fue en vano, ya que Esteban sabía rebatir cada argumento iconoclasta y exponer de forma convincente su postura. Entonces, el emperador lo desterró a la isla de Procóneso, en el Helesponto.
En su lugar de exilio, Esteban eligió una cueva retirada como residencia y se alimentaba de hierbas. No pasó mucho tiempo hasta que sus discípulos, que también habían sido ahuyentados, se reunieron de nuevo en torno a él, constituyendo juntos una comunidad monástica. El siervo de Dios vivió de forma cada vez más austera, realizó muchos milagros, dio testimonio de la verdad y aprovechó todas las ocasiones para declararse a favor de la veneración de las imágenes.
Sin embargo, el emperador no dio tregua. Transcurridos dos años de exilio, lo mandó traer de vuelta a Constantinopla con cadenas y grilletes y lo encerró en un calabozo repleto de monjes. Unos días después, lo hizo comparecer ante él y le dijo con indignación: «¿Acaso se pisotea a Jesús cuando se pisotean las imágenes? ¿Por qué nos consideras herejes?». En lugar de responder, el santo tomó una moneda con la imagen del emperador y preguntó a los presentes: «¿Qué castigo merecería el que pisoteara esta imagen del emperador?» Todos exclamaron: «¡El castigo más severo!». «¡Oh, ciegos! —dijo entonces el santo—, quien deshonra la imagen de un rey terrenal es digno de castigo; ¿y no debe serlo quien arroja al fuego la imagen del Rey celestial?».
Pero el corazón del emperador se mantuvo obstinado y ordenó que lo azotaran hasta matarlo. Sin embargo, los verdugos se negaron. Entonces, otros corrieron en su lugar hasta el calabozo, arrastraron al santo por las calles de la ciudad, lo golpearon y le lanzaron piedras. Cuando, al pasar por la iglesia de San Teodoro, el santo inclinó la cabeza en gesto de reverencia, un hombre lo golpeó con un trozo de madera hasta matarlo.
San Esteban el Joven, que simplemente quería servir al Señor como monje, se convirtió así en testigo de la legitimidad de la veneración de imágenes, que posteriormente sería definida y aprobada por el VII Concilio Ecuménico de Nicea (787), y ratificada de nuevo por el Concilio de Trento.
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Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/pensar-en-el-fin-2/
