Lc 16,1-8
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Había un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda. Un día le llamó y le dijo: ‘¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no seguirás en el cargo.’ Entonces se dijo para sí el administrador: ‘¿Qué haré ahora que mi señor me quita la administración? Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer, para que cuando sea destituido del cargo me reciban en sus casas.’
“Llamó entonces uno por uno a los deudores de su señor. Dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi señor?’ Respondió: ‘Cien medidas de aceite’. Él le dijo: ‘Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta.’ Después preguntó a otro: ‘Tú, ¿cuánto debes?’ Contestó: ‘Cien cargas de trigo.’ Dícele: ‘Toma tu recibo y escribe ochenta.’ El señor alabó al administrador infiel, porque había obrado con sagacidad. ¡Y es que los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz!”
El administrador infiel buscó una salida, y, en medio de su desafortunada situación, hizo “amigos” que luego estuvieran en deuda con él. Sabía bien cómo tratar con las personas para comprometerlas… Conocía las “reglas” de este mundo. Aunque en el marco de la deshonestidad, actuó tal como el Señor lo recomienda a sus fieles después de haberles expuesto esta parábola: “Haceos amigos con las riquezas injustas, para que, cuando falten, os reciban en las moradas eternas.” (Lc 16,9)
Jesús quiere hacernos ver que debemos ser sagaces en el trato con las personas y con los dones que nos han sido encomendados. En la formación espiritual, aprendemos el término “prudencia cristiana”, que se relaciona con la sagacidad.
“Acumulad tesoros en el cielo” –nos recomienda el Señor (Mt 6,20). Estas palabras Suyas tan concretas hemos de meditarlas y ponerlas en práctica. También se relacionan con la exhortación que nos hace el Señor en la parábola de las vírgenes prudentes, a que guardemos aceite para nuestras lámparas (cf. Mt 25,1-13). Cuando Jesús retorne, quiere encontrarnos velando y orando, y ocupados en servir al Reino de Dios.
La prudencia cristiana nos invita a optar por todo aquello que más glorifique a Dios, y a aprovechar todas las circunstancias para crecer en el amor en el camino de seguimiento. Esta prudencia –o sagacidad– confiere a nuestra vida una dirección elemental: ¿Cómo podremos emplear el tiempo presente y las circunstancias actuales para hacer el bien, para vivir como a Dios le agrada y también para ganarnos a las otras personas?
En lo que refiere al prójimo, no son solamente los bienes materiales con los que podemos servirle. Cada gesto de amor, cada palabra buena y sincera, cada anuncio del Evangelio, cada verdadera ayuda suele suscitar gratitud en la otra persona, y se acordará de ello cuando nosotros mismos nos encontremos en necesidad.
La verdadera prudencia se dirige al bien. No se la puede confundir con la astucia a nivel mundano o con la picardía. Éste es ciertamente un motivo por el cual Jesús menciona la “astucia de la serpiente” de la mano con la “mansedumbre de la paloma” (cf. Mt 10,16). La astucia mundana no se cuestiona ni se esfuerza por el bien objetivo ni por el valor de las cosas; sino que intenta sacar provecho de todas las circunstancias para alcanzar sus propias metas. Según la disposición del carácter, puede fácilmente relacionarse con esta astucia el engaño, la estafa y la deshonestidad, que no tienen nada que ver con la virtud de la prudencia ni con la sagacidad de los hijos de la luz.
Al mencionar a las palomas, Jesús se refiere ciertamente a la pureza de intención. Si ésta es pura, también se escogerán sagazmente los medios que corresponden a esta intención; y no se optará por medios deshonestos para lograr un fin aparentemente bueno y legítimo. “El fin justifica los medios” es una expresión totalmente errónea, que en su falsedad puede llevar a terribles justificaciones.
Teniendo la orientación correcta, la virtud de la prudencia despierta a todo su esplendor y a la mayor fecundidad posible de nuestro camino. Empezaremos así a vivir en lo que llamamos el “Kairós”. Cada día y cada circunstancia se nos convierte en ocasión para emplearlo sagazmente para la eternidad, acumulando un tesoro en el cielo. Así, no solo entramos en una amistad con Dios; sino que además podemos hacernos amigos en el cielo.
En este contexto, quisiera específicamente hacer alusión a la ayuda que podemos ofrecer a las benditas almas del purgatorio. No solo en el día de los fieles difuntos hemos de pensar en aquellas almas que, después de su muerte, aún requieren una purificación. Hay revelaciones privadas que insisten una y otra vez en que, particularmente en el mes de noviembre, es muy fructífera la oración por nuestros hermanos en el purgatorio. Aquí podemos relacionar dos fines: por un lado, les ayudamos a través de nuestra oración; y, por otro lado, nos ganamos amigos en el cielo. Podemos imaginar cuán agradecida estará con nosotros un alma que haya recibido consuelo y alivio gracias a nuestra oración, y que finalmente haya llegado a la visión beatífica de Dios, que tanto anhelaba y bajo cuya ausencia tanto sufría. Por toda la eternidad no nos olvidará, y nos colmará de amor y gratitud. ¡Y se trata de un acto tan sencillo de nuestra parte! Simplemente rezar por ellas un Avemaría, una y otra vez, mientras lavamos los platos, mientras manejamos el coche, etc…
También recomiendo que, sobre todo en este mes, se añada al final de cada misterio del Santo Rosario: “Concédeles, Señor, el descanso eterno. Y brille para ellos la luz perpetua. ¡Que descansen en paz!”
Pensemos en las incontables posibilidades de servir a Dios. Al aplicar la virtud de la prudencia, las tendremos cada vez más presentes y también crecerá el fervor por hacer el bien. Porque si es el amor el que nos mueve y lo ponemos en práctica, éste se hará cada vez más fuerte. Y, por el contrario, si no lo hacemos, el amor se enfría y nuestra vida se hunde en la indiferencia.
Como hijos de la luz, no seamos perezosos para hacer el bien. No es que sea ilícito hacerlo también en vistas a acumular tesoros en el cielo. ¡Por supuesto que, a fin de cuentas, se trata de crecer en el amor a Dios, de modo que aprendamos a hacerlo todo por amor a Él, así como también Él lo hace todo por amor a nosotros!
¡Que el Señor pueda en nuestra vida elogiar la sagacidad de los hijos de la luz!