“Tú, Señor, has roto mis cadenas” (Sal 115,16c).
¡Cuán infinitamente profunda es nuestra Redención! ¡Qué inmensa libertad nos trae!
Por el contrario, ¡cuánto nos ata el pecado! ¡Cuánto nos apegamos a esta vida pasajera! ¡Cuántas veces estamos cautivos en nosotros mismos, sin atrevernos a poner nuestra vida enteramente en manos de Dios y vivirla así en plenitud!
Diversas cadenas pueden entorpecer y dificultar nuestro caminar, y a pesar de todos nuestros sinceros esfuerzos, muchas veces no somos capaces de deshacernos de ellas. Pero este verso del salmo nos da esperanza.
Nuestro Padre mismo quiere liberarnos; Él quiere soltar nuestras cadenas. Él no escatima esfuerzos para conducirnos a la verdadera libertad de los hijos de Dios: nos llama de un camino de perdición al camino de la salvación; nos conduce de la ceguera al sendero de la luz; nos guía de una vida desordenada a la vida ordenada de la gracia; de la inquietud y el desasosiego al camino de la paz…
Poco a poco notaremos cómo nuestra vida adquiere cada vez más libertad, cómo el Señor suelta las cadenas y agiliza nuestro caminar. Cuando nos entregamos enteramente a Él, el Señor también nos libera de la esclavitud de los respetos humanos, que fácilmente encadenan nuestra vida.
Aunque ya hayamos emprendido el camino de seguimiento de Cristo, todavía estamos necesitados de una liberación más profunda, y la recibiremos al recorrer sinceramente este camino. San Nicolás de Flüe, en su camino interior en pos de Cristo, le dirige tres súplicas que han de conducirlo a la libertad plena y soltar todas sus cadenas:
“Señor mío, prívame de todo lo que me aleja de Ti.
Señor mío, dame todo lo que me acerca a Ti.
Señor mío, haz que yo no sea mío sino todo Tuyo.”