Jer 17,5-10
Esto dice el Señor: “Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto.
“El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce? Yo, el Señor, examino el corazón, sondeo el interior de los hombres, para dar a cada cual según su conducta, según el fruto de sus obras.”
Retorcido es nuestro corazón y no tiene arreglo, nos dice la lectura de hoy. ¿A quién le agradará escuchar esto? ¡No sería de extrañar que estas palabras nos provoquen resistencia! ¿No será acaso una visión demasiado pesimista sobre el hombre, que nos sugiere aquí la Escritura?
Hay que considerar que el punto de referencia aquí es Dios mismo… Vemos nuestro corazón comparado con la santidad de Dios; comparado con aquello a lo cual Él nos ha llamado. Recordemos las palabras de Jesús: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.” (Mt 5, 48) ¡Ésta es nuestra medida!
La intención del Señor no es, de ningún modo, la de desanimarnos frente a nuestros pecados e imperfecciones, ni tampoco quiere darnos a entender que somos un ‘caso perdido’.
¡Nada de eso! Se trata, más bien, de que adquiramos una visión realista sobre la santidad de Dios frente a nuestra imperfección. Se trata de que adquiramos un corazón nuevo, conforme al de nuestro Padre amoroso y misericordioso.
¿Quién conoce su propio corazón?, ¿quién puede ver sus abismos y conocer sus más escondidas recámaras? Hay una respuesta a esta incógnita: ¡Dios conoce nuestro corazón! No hay nada escondido ante Sus ojos, Él es quien examina el corazón y sondea nuestro interior, como nos dice la lectura.
La ‘incorregibilidad’ del corazón no es algo que tiene que permanecer así para siempre, sino que nos muestra que, a fin de cuentas, sólo Dios puede regalarnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26), mientras que nuestros esfuerzos humanos definitivamente no bastan. Esto despierta en nosotros el anhelo de un corazón nuevo; un corazón que sea capaz de amar en verdad (cf. Sal 51,12).
Así, podemos mirar nuestro corazón sin temer a las sombras que podamos hallar en él, sin miedo a la discrepancia entre aquello que quisiéramos ser y hacer, y aquello que, de hecho, somos y hacemos (cf. Rom 7,19).
Con esta visión realista, podemos acercarnos al texto bíblico de hoy para sacar de él conclusiones para nuestro propio camino.
Precisamente porque nuestro corazón es cambiante y tiende al mal, es inútil poner nuestra esperanza en los hombres. Con palabras fuertes lo expresa la Sagrada Escritura: “Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor”.
De esta manera, el hombre se convierte en ídolo y se coloca en el lugar de Dios.
Este peligro no está tan lejos de nosotros como podría parecer en un primer momento.
Siempre estamos expuestos a la sutil tentación de colocar a personas de carne y hueso en el lugar de Dios. Pero aquí se nos muestra claramente que esto es vano; mientras que el hombre que pone su confianza en Dios no es como un arbusto seco en la estepa, sino que es un árbol plantado a la orilla del agua.
Tomemos, entonces, este aspecto en particular para examinar nuestro ‘corazón retorcido’.
¿En quién ponemos nuestra confianza? ¿En hombres? ¿Preferimos apoyarnos en ellos que en Dios? ¿Preferimos buscar consuelo en otras personas que en Dios? ¿O es que nuestro corazón ya se ha entregado enteramente al Señor, de manera que estamos arraigados en Él hasta en lo más profundo de nuestro ser?
Tal vez ni siquiera podamos dar una respuesta certera a estas preguntas. Posiblemente digamos: a veces actúo así; otras veces no… Esto puede suceder porque todavía no conocemos bien nuestro corazón, y quizá seamos inestables y cambiantes.
Pero aquí se nos señala el camino para adquirir un conocimiento más profundo sobre el estado de nuestro corazón. Está escrito: “Yo, el Señor, examino el corazón, sondeo el interior de los hombres.”
Entonces, podemos acercarnos a Dios pidiéndole que escudriñe nuestro corazón, y que nos muestre dónde aún nos falta confianza, dónde ponemos nuestra esperanza erróneamente en personas, en lugar de ponerla en Dios.
Una vez que, con la ayuda de Dios, hayamos reconocido que nuestro corazón todavía no está del todo libre para Él y que aún estamos apegados a las personas, entonces se lo entregamos al Señor, pidiéndole que Él lo atraiga completamente hacia sí.
Si lo hacemos una y otra vez, siempre que sintamos que no estamos lo suficientemente arraigados en Dios, nuestro corazón cambiará poco a poco. De hecho, es el deseo de Dios que adquiramos un corazón nuevo; un corazón en el cual Él ocupe siempre el primer lugar, tal como Él lo merece y a nosotros nos conviene.
Entonces, confrontaremos la malicia de nuestro corazón con la santidad de Dios, y así el amor del Señor irá penetrando profundamente en nuestro ser, y seremos como un árbol plantado junto al agua, que produce fruto sin cesar.