Is 2,1-5
Visión que tuvo Isaías, hijo de Amós, tocante a Judá y Jerusalén. Sucederá en días futuros: el monte de la Casa del Señor se afianzará en la cima de los montes, se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, acudirán pueblos numerosos. Dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos.” Pues de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la palabra del Señor. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará la espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra. Adelante, Casa de Jacob, caminemos a la luz del Señor.
Por un lado, podemos decir que esta profecía se ha cumplido ya; por otro lado, tenemos que constatar que aún no se ha cumplido a plenitud. Desde la perspectiva de la fe, podemos ver que parcialmente ha llegado a cumplimiento. En efecto, podemos confesar que “de Sión sale la ley y de Jerusalén la palabra del Señor”, pues partiendo de allí (donde se encontraban los apóstoles cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos), el Evangelio se extendió por todo el orbe de la tierra. La palabra de Jesús ha sido pronunciada y sigue siendo anunciada para que llegue a todos los hombres. Ha constituido enteras naciones, y los pueblos se han cimentado en ella.
Quien ha acogido el mensaje del Evangelio y se ha dejado impregnar por él, preferirá recurrir a los “instrumentos de la paz” que ejercitarse para la guerra. Guiado por la mansedumbre del Espíritu Santo, “bajará las armas”, por así decir. Esto significa que luchará contra sus pasiones desordenadas y, acatando la palabra de Jesús, preferirá trabajar por la paz que ser causa de peleas: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
Estos son los “caminos del Señor”, pues Él es el “príncipe de la paz” (cf. Is 9,6), el que trae la verdadera paz. No se trata de una paz aparente; sino de aquella que se establece en primer lugar con Dios, al vivir conforme a su Voluntad. De ahí resulta la paz con el prójimo, de la que nos volvemos capaces cuando nos llena el espíritu de paz del Señor. Y de este modo también se adquiere paz con uno mismo, cuando vivimos conforme a nuestra destinación más profunda.
Probablemente ninguno de nosotros pueda influir directamente para lograr la paz entre las naciones. Pero lo que a todos nos corresponde es ser instrumentos de paz y vivir y actuar en esta verdadera paz. Tal actitud será el fundamento para que surja la paz también a nivel exterior. Por el contrario, mientras los corazones de los hombres no se conviertan y sigan persiguiendo sus propios intereses, será imposible vencer la discordia y los conflictos. Por tanto, no estamos simplemente a merced de los acontecimientos que suceden en el mundo; sino que con nuestra oración y el camino de la santificación podemos aportar a que Dios otorgue su paz a la humanidad y las personas la acojan con corazón dispuesto.
“Los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia.” –dice la Escritura (Gal 5,22-23). A partir de una íntima relación con Dios, el Espíritu Santo hará surgir como fruto la paz, junto con todos los otros frutos mencionados (Véase la meditación sobre la paz como fruto del Espíritu Santo:
https://www.youtube.com/watch?v=dE97w8YMu6I).
Aquí se nos indica el camino a seguir para convertirnos en instrumentos de paz. Vale hacer una clara distinción entre la verdadera paz y la “falsa paz”, que no tiene su fundamento en Dios ni en la verdad; una paz aparente, que resulta de hacer ciertas concesiones y que fácilmente vuelve a desmoronarse.
La paz que podrá acabar con todas las guerras interiores (a excepción de aquellas que nos corresponde librar contra el demonio y todas las tentaciones), nace a partir de un auténtico seguimiento del Señor, que va obrando una transformación en nuestro corazón.
El filósofo Dietrich von Hildebrand escribe lo siguiente en su libro “Nuestra transformación en Cristo”, en el capítulo titulado “Bienaventurados los pacíficos”:
“Además de la paciencia, el requisito más importante para preservar el espíritu de paz y el amor a la paz en la lucha por el Reino de Dios –que nosotros, como soldados de Cristo, estamos llamados a librar– consiste en que nosotros mismos poseamos la verdadera paz interior y en que la preservemos constantemente en este combate (…). La verdadera paz interior no sólo es importante como requisito para conservar la paz exterior; sino que es en sí misma un gran bien y está indisolublemente ligada a la transformación en Cristo.”
Entonces, al inicio de este Tiempo de Adviento, se hace referencia a la paz como fruto del amor. Es provechoso examinar una y otra vez si estamos creciendo en el amor en nuestra vida espiritual, pues todo avance se mide con este criterio. En la medida en que crezcamos en el amor, también se desplegará la verdadera paz, y así podremos “caminar a la luz del Señor”, como concluye diciéndonos la lectura de hoy.