Ef 2,19-22 (Lectura correspondiente a la Fiesta de San Simón y San Judas, Apóstoles)
Hermanos: Vosotros ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas. Y la piedra angular es Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros con ellos estáis siendo edificados, para ser morada de Dios mediante el Espíritu.
En este día en que celebramos la Fiesta de dos Apóstoles, conviene que meditemos un poco acerca de la Iglesia.
La Iglesia no es una institución humana; sino que ha sido fundada por el mismo Dios y forma un Cuerpo vivo de fieles. Es importante que enfaticemos una y otra vez el carácter sobrenatural de la Iglesia, que procede del Señor mismo, que es su Cabeza (Col 1,18). Nosotros somos los miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo, llamados a cooperar para que la edificación que Dios ha iniciado sea completada.
La Iglesia tiene una gran misión, pues en Ella empieza a hacerse presente el Reino de Dios. Todos los hombres han de ser conducidos de regreso a la casa de nuestro amado Padre y permanecer eternamente en Su Reino. Este pensamiento nos recuerda que la Iglesia no está conformada únicamente por sus miembros visibles; sino que la militante forma una unidad con la Iglesia triunfante y la Iglesia purgante.
A veces también se hace la distinción entre aquellos que están bautizados y pertenecen por tanto formalmente a la Iglesia, pero no llevan una vida conforme a su fe; y aquellos otros que, en cambio, llevan una vida coherente, pero, por diferentes motivos, no han podido entrar oficialmente en la Iglesia. Siguiendo las reflexiones de San Agustín a este respecto, podemos decir que estos últimos sí pertenecen a la Iglesia; mientras que los primeros no cumplen las condiciones interiores para ello.
Podemos estar muy agradecidos de que Dios nos haya dejado una Iglesia visible, y que la haya conservado a lo largo de los siglos. Una y otra vez a lo largo de la historia, se intentó relegar a la Iglesia a su dimensión espiritual, considerándola únicamente como una realidad invisible. Sin embargo, la Iglesia con su jerarquía visible corresponde a la encarnación del Hijo de Dios en la Persona de Jesús.
Lamentablemente tenemos que constatar que se ha perdido en gran medida la unidad originaria de los cristianos, de manera que el testimonio ha quedado opacado. Los errores, las enemistades y la competitividad han dispersado al rebaño, haciéndole perder aquella unidad bajo un solo Pastor visible y la fraternal convivencia.
Desde hace algunas décadas se intenta un mayor acercamiento, la destrucción de las barreras y la sanación de las heridas que han surgido. Pero en este ecumenismo hay que tener presente que, tanto en la Iglesia misma como en las comunidades eclesiales, se vive una decadencia de la fe. La unidad en la verdad, que es obra del Espíritu Santo, tiene como prerrequisito que la fe auténtica no esté impregnada de errores, y que las convicciones morales correspondan a la recta doctrina. La Iglesia Católica no puede apartarse de la verdad ni relativizarla en aras de una supuesta unidad.
La unidad que el Señor quiere entre los miembros de la Iglesia, nos constituye en morada de Dios. Él se acerca tanto a nosotros que quiere habitar en nuestro interior, y si le permitimos entrar en nuestra vida, nos convertiremos en un templo de Dios en el Espíritu. Esto cuenta para las parroquias, para las comunidades, para las familias, llamadas a ser “Iglesias domésticas”, y también para cada persona en particular.
Si nosotros mismos nos convertimos en templos del Dios vivo, comprenderemos aún mejor cómo es que el Señor edifica Su Iglesia. Él quiere estar presente en todas partes y ofrecer a cada persona la comunión con Él. Si los hombres escuchan nuestro anuncio del Evangelio, entonces nos convertimos en un puente del Dios vivo. De esta manera, la otra persona no solamente se encontrará con un testigo que le habla sobre Dios y Su Iglesia; sino con alguien en quien Él mismo está presente y en quien ha establecido ya su Iglesia.
¡Cuán maravilloso es el Dios a quien tenemos la gracia de servir! ¡Cuánto nos honra y nos ama al querer convertirnos en templos de Su gloria!