Judas completó su traición y Jesús fue apresado. Esto sucede después de que el Señor, en Getsemaní, había aceptado el sufrimiento de manos de su Padre y había dado su ‘sí’ a todo lo que le esperaba. Un SÍ que tuvo que atravesar la angustia y la agonía; un SÍ, después de haberle pedido al Padre que, si era posible, aquel cáliz pasara sin tener que beberlo (cf. Mt 26,39-44); un SÍ que expresa la entrega incondicional al Padre; un SÍ por amor a nosotros, los hombres.
Ahora, Jesús se entrega totalmente al sufrimiento que ha de padecer por nuestra Redención; se enfrenta a todas las burlas y humillaciones, a todas las ofensas, a la impiedad y la crueldad que encontrará en su camino doloroso. Sobre Él recae todo el odio de las tinieblas, la espantosa oscuridad del pecado con su terrible consecuencia: el estar separado de Dios. ¡Parece haber llegado la hora del triunfo del Maligno!
Pero no es la hora de la maldad, aunque ella se la atribuye. Es la hora del Señor, en que la oscuridad será vencida de una vez y para siempre. Es la hora del indecible amor del Señor a su Padre y a nosotros, sus criaturas perdidas. Es la hora en que nuestro Padre Celestial ofrece a toda la humanidad el perdón de sus culpas y la salvación. Es la hora del Señor; es el día de la Redención; es el Viernes Santo.
Como un cordero llevado al matadero, el Señor recorre aquel camino que llamamos ‘viacrucis’. Exteriormente privado de todo poder; pero interiormente sostenido en su Padre, para llevar a la consumación Su Voluntad. Quienes lo vieron pasar en Jerusalén, se encontraron frente a frente con el siervo doliente de Dios, con el Mesías al que habían esperado; lo vieron en una apariencia bastante distinta a la que hubieran imaginado, sin los honores y ademanes que corresponden a un rey.
En su camino hacia la Cruz, Jesús se encuentra con su madre, que permanece fiel junto a Él. Se encuentra también con Verónica, que le muestra su amor, y con las mujeres de Jerusalén, que, en su llanto, tienen compasión por él; almas que no están cegadas como las que le están causando dolor…
Y entonces llega el momento de la consumación. Jesús se deja crucificar, para llevar su misión a su culmen. Elevado en la Cruz, Él redime a la humanidad. ¡La Cruz se convierte en signo de nuestra Redención! El Padre Celestial mismo ha ofrecido el sacrificio que Abrahán no tuvo que ofrecer. ¡Él entregó a su propio Hijo por nosotros!
Ante todo esto, lo único que nos queda decir es: “Te adoramos a Ti, Santo Dios, y te damos gracias, porque nos has redimido por tu amor, que te llevó hasta la Cruz. ¡Gloria a Ti!”