2Tim 1,1-8 (Lectura correspondiente a la memoria de los Santos Timoteo y Tito)
Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, encargado de anunciar la promesa de vida que está en Cristo Jesús, a Timoteo, hijo querido. Gracia, misericordia y paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús Señor nuestro.
Doy gracias a Dios, a quien, como mis antepasados, rindo culto con una conciencia pura, cuando continuamente, noche y día, me acuerdo de ti en mis oraciones. Al acordarme de tus lágrimas, siento vivos deseos de verte, para llenarme de alegría. Pues evoco el recuerdo de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti.
Por tal motivo, te recomiendo que reavives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos, porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, caridad y templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios.
Estas palabras de San Pablo no se dirigen exclusivamente a Timoteo; sino a todos aquellos que están llamados a responder al encargo del Señor. De forma especial, se dirigen a aquellos a quienes la Iglesia ha encomendado la misión de apacentar el rebaño de Dios, de exhortarlo, consolarlo, instruirlo, fortalecerlo… Ellos han de anunciar intrépidamente la Palabra de Dios en este tiempo, aunque el mundo se haya alejado tanto del Señor. El Evangelio ha de ser proclamado siempre de nuevo, buscando los caminos que Dios muestre para tocar los corazones. Incluso ha de ser anunciado “a tiempo y a destiempo” (cf. 2Tim 4,2), si bien el espíritu de prudencia nos enseñará en cada circunstancia a escoger las palabras precisas para llegar más fácilmente a las personas. Lo que de ninguna manera debe suceder es que dejemos de anunciar la verdad salvífica de Dios, por causa de los respetos humanos o por una falsa concepción de tener que adaptarse al mundo.
Sin embargo, las palabras de San Pablo que hoy hemos escuchado no sólo cuentan para los obispos y sacerdotes, que tienen una misión especial en la Iglesia; sino para todos los cristianos, pues todos estamos llamados a ser testigos del evangelio y a difundir la luz de Cristo. Por eso conviene que reflexionemos cómo podemos aplicar la lectura de hoy a nivel personal.
Centrémonos en estas significativas palabras: “Te recomiendo que reavives el don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos”. Nosotros hemos recibido el don del bautismo y de la confirmación, y quizá uno que otro se ha consagrado a la Virgen María. Tal vez le hemos prometido algo a Dios a nivel privado. En todas estas realidades, Dios se hace presente a través de la gracia. Y ahora se trata de que esta gracia se haga eficaz en nuestras vidas.
En el fondo, ésta es la gran cuestión de nuestra vida espiritual. ¿Cómo manejamos la gracia que nos ha sido confiada? ¿Qué hacemos con el tiempo que hemos recibido para nuestra vida terrenal? ¿Cómo respondemos al amor que Dios nos ofrece día a día en sobreabundancia?
San Pablo habla de “reavivar el don de Dios”, y esta misma palabra se la utiliza también en el sentido de “reavivar una llama o un fuego”. Por eso, es una comparación muy adecuada, pues muchas veces identificamos al Espíritu Santo con el fuego. Dios, por su parte, ya nos ha dado todo, y seguirá añadiendo más y más. ¡Este fuego del amor debe arder! Esto sucede a través de la oración, la recepción de los sacramentos, el camino de la santidad… Si queremos reavivar el don de Dios, como Pablo se lo aconsejó a Timoteo, es necesario que dejemos actuar aún más al Espíritu Santo… ¡El fuego aún no arde suficientemente!
El Apóstol Pablo nos da aquí criterios para evaluar cómo está el fuego en nuestro interior. ¿Es que vive en nosotros un espíritu de timidez o de imprudencia? ¿Es que nos avergonzamos de confesar al Señor? Si la respuesta es afirmativa, indicaría que el fuego del Espíritu no está bien encendido y que necesita más leña.
Ante la gran aflicción y desorientación que actualmente experimentamos, esta lectura es una invitación urgente a permitir que la gracia de Dios se despliegue plenamente en nuestras vidas. Hemos de examinar cuidadosamente dónde quizá nos hemos descuidado, y dejar que el Espíritu Santo nos reavive.