“¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame” (Sal 19,13).
Con sincero conocimiento de sí mismo, el salmista se dirige confiadamente al Padre Celestial, sabiendo bien con qué facilidad el hombre permanece atrapado en un autoengaño: “¿Quién se da cuenta de sus yerros?” Quiere asegurarse de que nada se interponga entre Él y su Dios, y nos da así un ejemplo de cómo podemos orar: “De las faltas límpiame”.
Debemos colocar todo ante nuestro Padre, para que Él haga brillar su luz aun en aquellas profundidades de nuestro corazón de las que no estamos conscientes. Ciertamente al Padre le agradará una súplica tal, y no titubeará en derramar la suavidad de su misericordia en las limitaciones de nuestro conocimiento propio.
A Santa Juana de Arco le preguntaron por qué acudía con tanta frecuencia a la confesión. Ella respondió: “Nunca se puede purificar lo suficiente el alma.”
Un corazón puro no quiere tolerar absolutamente nada que pudiese enturbiar aun en lo más mínimo la pureza. Toda impureza –ya sea en pensamientos, palabras u obras– le resulta un tormento, y el solo pensamiento de que en sus profundidades inconscientes podría ocultarse aún la inmundicia del pecado, que desagrada al Señor, la impulsa a orar confiadamente: “De las faltas ocultas límpiame.”
Es el Espíritu de Dios mismo quien despierta esta súplica en el alma, atrayéndola así al Corazón del Padre, porque para la unificación de amor con Él deben disiparse todas las sombras. Entonces florecerá en el alma la belleza de Dios, para alegría del Padre y para ser luz de los hombres en tiempos de oscuridad.