Nuestro Padre no quiere que perezcamos.
¡Nadie mejor que Él sabe cuán frágiles somos y cuántos peligros nos rodean! Por todas partes nos acechan los ataques: en nosotros mismos por nuestra naturaleza caída, en el mundo por sus seducciones, por los enemigos y la envidia del diablo, que busca hacernos daño.
Sin embargo, nuestro Padre tiene todo un ejército para custodiar a los suyos. Él no sólo coloca a nuestro lado a un ángel de la guarda; sino que la entera Iglesia celestial está siempre dispuesta a acudir en nuestro auxilio, y también la Iglesia militante nos ofrece los medios que le fueron confiados por Dios para ayudarnos a permanecer en el camino recto. Tampoco podemos olvidarnos de la Iglesia purgante que intercede por nosotros, sobre todo cuando nosotros mismos la tenemos presente en nuestras oraciones y sacrificios.
Lo más seguro es permanecer en el amor de nuestro Padre, habitar en su Corazón. Por más que los poderes de las tinieblas siembren inquietud e intenten aprovecharse de nuestras debilidades, nuestro Padre nos protegerá, como describe el Apóstol de los Gentiles:
“¿Quién nos apartará del amor de Cristo? Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8,35.38-39).
En su sabia Providencia, nuestro Padre permite que, habiendo perdido el Paraíso, tengamos que afrontar estas luchas y nos las atribuye como mérito y prueba de nuestro amor por Él cuando las aceptamos y salimos victoriosos en Él. Nuestro Padre no nos pide más de lo que podemos sobrellevar. ¡Y siempre podemos contar con su ayuda!
“Quédate conmigo; Yo te guardo. ¡Yo soy tu Padre!”