“La mayoría de personas no tiene ni idea de lo que Dios podría hacer de ellas si tan sólo se pusieran a su disposición” (San Ignacio de Loyola).
San Ignacio, un maestro de la vida espiritual, nos recuerda en esta frase cuánto Dios ama hacer de cada persona lo que ella es en realidad. En cada una ha de relucir lo que más glorifique a nuestro Padre y la ennoblezca a ella misma.
¿Quién podría hacerlo mejor que Dios mismo?
Si lográramos deshacernos de todas las falsas imágenes o también ideales equivocados que llevamos dentro o que hemos adoptado del mundo, ya habríamos ganado mucho.
“¡Haz de mí, oh Padre, lo que realmente soy! Entonces ya no tendré que pensar yo mismo cómo debo ser; no tendré que compararme; no me volveré dependiente de lo que las personas piensen de mí o de lo que yo pienso que ellas esperan de mí.”
Si día a día nos ponemos en las manos de Dios y totalmente a su disposición, algo cambiará en nuestra vida y notaremos cómo Él empieza a transformarnos. Aún más cuidadosamente que el más delicado artista trabaja su obra, el Espíritu nos moldeará a imagen de Dios. No es tanto lo que nosotros mismos tenemos que hacer. Al contrario, muchas veces obstaculizamos su obra y queremos poner demasiado de nosotros mismos en la reconstrucción de nuestra imagen. Pero entonces ésta se vuelve más bien artificial y no realmente bella.
Pero si damos el paso de confianza y nos abandonamos por completo al Padre, podremos aguardar atentamente lo que Él hace de nosotros. Nuestra imagen será mucho más bella y auténtica de lo que podríamos imaginárnosla en nuestras fantasías religiosas más creativas.
Démosle a nuestro Padre la alegría de completar la obra de arte de su amor. ¿Acaso no está escrito que, después de haber creado al hombre, “vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno” (Gen 1,31)?
Modelada por sus manos, la obra de arte será muy buena… ¡Y nos quedaremos sorprendidos!