«El demonio se alegra sobre todo cuando logra arrebatar la alegría del corazón de un siervo de Dios» (San Francisco de Asís).
La frase de hoy se refiere especialmente a aquella alegría en Dios que el demonio no puede soportar, así como tampoco tolera la música sacra ni todo aquello que da testimonio de la gloria de Dios. Por eso, siempre intentará aprovecharse de nuestros estados de ánimo melancólicos, intensificándolos o incluso provocándolos él mismo. Los padres del desierto hablan de la perniciosa «tristitia», que nubla el alma, y la asocian a la obra del Maligno. La «alegría del demonio» mencionada por San Francisco consiste ante todo en complacerse en el daño ajeno, una perversión que, por desgracia, quiere manifestarse también en nuestra vida humana.
Por tanto, debemos estar vigilantes y cultivar las fuentes que nos proporcionan acceso a la alegría en Dios. Nuestro Padre Celestial nos ha abierto muchas fuentes y nos invita, ante todo, a hablar abiertamente con Él para que surja una amistad íntima entre Él y nosotros. Esta amistad se convertirá en fuente de inagotable alegría, pues nos permitirá conocerle cada vez más profundamente y adentrarnos en su Corazón, que es sensible como el nuestro. Conviene tener cuidado de no buscar tantos placeres terrenales ni apegar el corazón a cosas pasajeras. A la larga, éstas dejan el alma vacía y entonces no le resulta tan fácil elevarse y buscar las verdaderas alegrías.
La alegría en Dios puede convertirse en un estado permanente. Si esto sucede, será difícil para el diablo desviar nuestra atención de Dios e incluso acercársenos. «Alegraos siempre en el Señor» —nos aconseja el apóstol San Pablo (Fil 4, 4). La alegría en Dios es, además, un maravilloso testimonio de su bondad. ¡Podemos pedirle al Señor que nos la conceda!